miércoles 08 mayo, 2024
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«ENTREVISTA» José Luis Ibáñez

 

Por Boris Berenzon Gorn

Este martes México perdió al querido José Luis Ibáñez, dramaturgo, guionista y director de teatro. De 1994 a 1998, realicé quince entrevistas a un grupo de intelectuales que coincidieron en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. En cada uno encontré las huellas del pensamiento de una generación que marcó en todas las áreas al siglo XX. Esas charlas con Edmundo O´Gorman, Leopoldo Zea, Miguel León Portilla, Margo Glantz, entre otros, fueron convertidas en el libro Conversaciones con el imaginario, prologado por Jorge F. Hernández, y publicado en formato electrónico en 2020. A continuación, reproduzco la entrevista que le hice a José Luis, maestro de maestros de la escena y la actuación, alumno de la primera generación de la carrera de Teatro de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Es un homenaje.

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  1. ¿Cómo se formó José Luis Ibáñez?

En la Facultad de Filosofía y Letras, en la carrera de Arte Dramático. Creo que llegar a esta Facultad me abrió la posibilidad de reconocer deseos que, de otro modo, nunca hubiese reconocido en mí. Llegué creyendo muy modestamente que podía aprender a ser un criticón profesional, mis aspiraciones eran escribir sobre teatro para algún periódico. No me concedía dotes naturales algunas para el teatro. En mi vida, de aquellos momentos, sólo tenía conciencia de lo que me rechazaba y me ninguneaba, de las actividades y de las personas con quienes no me relacionaba. Trabajaba con mucha torpeza en el despacho de los hermanos Mancera y estudiaba perezosamente con mucha dificultad asuntos comerciales que sigo sin comprender. Mis amigos de infancia me huían y no lograba comunicarme con alguien. Solamente en una taquilla de cine o de teatro me hacían caso: pedía un asiento, lo pagaba y entraba. Todo lo demás y todos los demás estaban fuera de mi alcance. De pronto, se abrió la Ciudad Universitaria. Y, a fines de 1953, vine en autobús a buscar, no la Facultad de Filosofía y Letras, sino la de Comercio, que era en la que estaba cumpliendo mi penúltimo año como alumno de contabilidad pública. Los autobuses tenían una de sus terminales aquí mismo, en el área del Auditorio Che Guevara y la Biblioteca, con muros de Juan O’ Gorman; el que yo tomé me dejó entre unos edificios todavía sin letreros. Nadie supo decirme dónde estaba Comercio.

Entré por la primera puerta que encontré abierta -la de esta Facultad- y, al entrar por el mismo pasillo que sigo pisando desde entonces, encontré una larga pared cubierta de tableros.

Lo primero que descubrí fue que Filosofía y Letras no era una sola ocupación (como “corte y confección”) y me sorprendió la diversidad de carreras que aquí se ofrecen. Nunca encontré la Facultad de Comercio, pero sí me pregunté ¿cómo puedo integrarme aquí? ¿En cuál de todos estos tableros puedo buscar un lugar? Y se me apareció la “especialidad de arte dramático”; un programa de estudio enfocado hacia escritores e investigadores. Nacieron esperanzas de estudiar con Rodolfo Usigli, Fernando Wagner, Enrique Ruelas, nombres que los periódicos me habían hecho familiares. Mis padres se desconcertaron, pero no me negaron su ayuda. Hice mis trámites; me despedí de la Facultad que aún no conozco; y al abrirse 1954 aparecí en las listas de nuevos inscritos, y emprendí el estudio de lo que sigue siendo mi pan de cada día. Seis meses después ya me había integrado, y en el otoño de 1954 hice un brevísimo papel en la escena inicial de “El gran dios Brown”, de O ‘Neill; comencé a ayudar al director Alan Lewis; conocí a Héctor Mendoza; comprobé que no tenía deseos de ser actor…, y mis inconscientes deseos fueron tomando su propia forma.

  1. ¿Cuáles fueron los grandes maestros que te formaron, a quienes reconoces como maestros aquí?

Bueno, ya estaba mencionando a Usigli, Ruelas, Wagner. Pero descubrí a otros, y muy particularmente a Alan Lewis, al que después deportamos tan injustamente. Lewis fue un hombre que ganó muchos cariños mientras vivió en México. El mío, probablemente, fue de los mayores, porque confió en mí como maestro y como director. Un día me dijo: “Había yo prometido dirigir ‘Tartufo’. Pero me decidí por una obra de Carlos Solórzano. Tú dirigirás a Molière.” La coincidencia es curiosa, pues casi al mismo tiempo estaba sucediendo algo parecido con otro director que había prometido participar en el mismo Festival (1955). Y Héctor Mendoza, quien desde que nació ya era conocidísimo y apto, se encargó del abandonado grupo de arquitectura y decidió ser director de una obra de Manuel Eduardo Gorostiza.

Habían corrido unos 14 o 16 meses desde que entré a la especialidad de arte dramático. Ya era inseparable de Héctor, de Juan García Ponce y de su primo, Miguel Barbachano. Íbamos juntos a todas partes. También convivía con Nancy Cárdenas y con Manuel González Casanova (los dos hicieron los papeles de Elmira y de Tartufo, en mi debut).

Hacia mayo del 56 se fueron configurando las posibilidades que Juan José Arreola bautizaría como Poesía en Voz Alta. En sus cuatro primeros programas fui el ayudante de Héctor Mendoza. Así, desde 1956, son normales mis estudios aquí en la UNAM y mis trabajos simultáneos en algún escenario.

  1. ¿Qué era Poesía en Voz Alta?

Una iniciativa de Jaime García Terrés, jefe de Difusión Cultural en aquella época. Desde el principio se trató de reunir a poetas como Octavio Paz; narradores como Juan José Arreola; pintores como Juan Soriano, Chucho Reyes, Leonora Carrington, Héctor Javier, y nuevos actores, en una presentación semanal, contextos seleccionados por diversos escritores. Pronto se hizo evidente el deseo de hacer teatro. Octavio escribió La hija de Rapaccini; Arreola propuso el Teatro Breve, de García Lorca. Los primeros actores convocados no llegaron. Héctor Mendoza, decidido a seguir dirigiendo; con sus amenas puestas, seleccionó un grupo brillante. Y se desencadenó una energía que nos mantuvo en actividad hasta el verano del 57. Primero se nos fue Arreola; luego nos dejaron sin presupuesto; poco después la ciudad tembló espantosamente.

Enseguida se fueron al extranjero Héctor Mendoza y Tara Parra. Otros se casaron o se fueron a la televisión, al cine, y a otras empresas. Octavio Paz saldría de México por largo tiempo y ya lo estaban asignando a la Embajada en París. De pronto apareció Jorge Ibargüengoitia con una invitación que se transformó en Asesinato en la Catedral. Heredando el lugar de Héctor, dirigí esta obra de Eliot. Luego me encargué de Las criadas, de Genet (con tres actrices conocidas y reconocidas: Ofelia Guilmáin, Rita Macedo y Meche Pascual). Mi amistad con Rita y con Robert Lerner, este último productor recién llegado a México, me abrió camino hacia otros trabajos. Lerner participaba de la visión altamente profesional que caracteriza al teatro de Broadway. Y fue aplicándola en el medio mexicano con resultados ciertamente muy disparejos, aunque con beneficios importantes en la profesión. Como Alan Lewis y como Rita, Lerner se fio de mí. Y muy pegado a ellos fui entrando en la década de los sesenta y aprendiendo a lidiar con factores y recursos que no se aparecen en la escuela.

  1. ¿Podríamos pensar que Poesía en Voz Alta fue decisiva en la formación de directores como tú?

De Poesía en Voz Alta salimos cuatro muy distintos directores: Héctor, el primero; yo enseguida, y (para otros productores) dos que no sólo esperaban dirigir: Juan José Gurrola y Juan Ibáñez. Gurrola, como se sabe, venía de la Facultad de Arquitectura, y Juan, de esta misma Facultad de Filosofía y Letras, adonde lo vi por vez primera en 1957. La soltura de Héctor Mendoza abrió puertas a la libertad de quienes vendríamos después. Pero el carácter que yo diría propio de la formación en Poesía en Voz Alta, por lo menos en mi caso, fue la participación en la visión crítica y los poderes creativos de los escritores Octavio Paz y Arreola, y del pintor Juan Soriano. La convivencia con ellos fue privilegiada. Una diaria sucesión de revelaciones, de sorpresas. Un cuestionamiento tras otro. Y un nuevo aprecio: el de que nuestra inexperiencia era un factor vigoroso y deseable, no una desventaja. El inexperto ve las cosas como nuevas. Todos los días nos preguntaban ellos qué ven ustedes, qué piensan, qué quieren, qué les gusta. Nunca nos dijeron “tienes que…” Atendían nuestras imágenes, apreciaban nuestras posibilidades. Y fui teniendo acceso, cada vez con menor dificultad, a nombres, personalidades, obras, proyectos, de los que mis propios hábitos me distanciaban. Reconocí que los clásicos de mi lengua eran mi gran estremecimiento.

Octavio lo advirtió antes que yo mismo, y contrastando con el mío, el ágil temperamento de Héctor, señaló mi gusto por la gravedad. “Un estilo”, dijo, se manifiesta en “un espíritu que está buscando su forma”. En otra ocasión le oí decir que un director es un visionario, y que quien no tiene una auténtica y propia visión podría ser un gran ayudante, el mejor ayudante del mundo”, un técnico admirable, pero no un verdadero director.

En mi vida de profesor de teatro, estas palabras han influido muchísimo. Quiero decir que, como profesor, estoy muy pendiente de que, en la mayoría de los estudiantes, se inhiben y cohíben posibilidades visionarias.

Claro, no todos tenemos impulsos de ruptura o de innovación; y no todos nacemos dotados de exuberancias que exhibir escénicamente. No somos uniformes. Nuestra UNAM nos enseña a no desear el uniforme. Pero sí podemos emprender en el estudio, en el aula del teatro, un propio cuestionamiento, una propia, individual re-visión de tradiciones, una sostenida atención a las crisis. Es muy deseable el despliegue de nuestras intuiciones sobre bases universitarias.

La pregunta de siempre: ¿se nace, se hace, se prepara el artista de teatro? no requiere una respuesta excluyente; para mí la respuesta es conciliadora (hablo particularmente en el terreno de la enseñanza). Rita Macedo fue, entre muchas cosas que cuentan en mi vida, un encuentro directo con la parte más práctica, más elemental, del escenario. Era una mujer de gran inteligencia, y con un propio y muy agudo ángulo de visión crítica. Además, tenía obsesión por el estudio. Su mayor inseguridad fue su pronunciación: un trauma que le dejaron enseñanzas falsas y aplicaciones ciegas y mecánicas de algún método mejor intencionado que eficaz. Me tuvo fe como estudioso y tesonero, porque en mí sólo había mi voluntad de reunir libros y mi empeño en consultarlos minuciosamente. Dos planes más o menos callados traía Rita entre manos: lanzar la carrera de Julissa, su hija, y desplegar lo que la película Nazarín ya exhibía sin duda: sus aptitudes para trabajar en los niveles de Buñuel, de Genet, de Becket, de los más notables contemporáneos y, enseguida, de los clásicos. Sus aspiraciones se manifestaron sobre todo al casarse con Carlos Fuentes, buen cuate mío desde que nos conocimos en Poesía en Voz Alta. Al relacionarme con Rita Macedo encontré un puente de comunicación con muchas áreas de la profesión teatral que nuestra Facultad desatendía y sigue desatendiendo.

El diario trato con una figura establecida en el cine y en el teatro, me permitió diversas y nuevas impresiones del trabajo y el desarrollo de la actuación y los actores mexicanos. Nuestras circunstancias y nuestra idiosincrasia son tan distintas a las de los actores de Stanislavsky, de Brecht, de la comedia francesa, que se me apareció como insensato, imposible casi, la aplicación directa de todas estas técnicas y teorías a la formación de un nuevo actor en mi país.

De modo que la pregunta sobre cómo me fui haciendo director, diría que no tuve ni quise unos estudios unitarios. Y aunque mis experiencias decisivas, como las de todos, fueron sucediendo quizá en mis primeros años de profesión, también es cierto que aquellos fueron los cuatro últimos de la década del cincuenta, de la primera mitad de este siglo. La segunda mitad es la que en todas las áreas de la vida registra cambios enfáticos, drásticos, inconfundibles, en todo lo habitual: el vestir, la conversación en público, las relaciones entre los sexos, la alimentación, la comunidad femenina, el núcleo familiar, todo lo que hoy es normal nombrar como pluralidad de razas, etcétera.

Esa segunda mitad del siglo XX es la que cubre la duración de mi experiencia. Los directores que venimos de Poesía en Voz Alta hemos sobrevivido cuatro décadas a nuestro primer grupo. Sinceramente no sé si el respaldo que nuestro grupo me dio haya sido, además de un beneficio individual, aislado, un bien consecuente para la comunidad teatral. Cuando cada uno de nosotros debutó hubo disgustos y desconciertos. En mi caso los sigue habiendo y aumentan notablemente: mi trabajo les da flojera a muchos conocedores. O sea que… no sé si haber durado sea cuestión de mérito o de buena suerte. Si fuese una lotería… prefiero que lo definan otros.

  1. ¿Tú has actuado?

Nunca. Tres veces en mi vida he salido a actuar, y a fuerza. Hubo alguna emergencia, algún deber que cumplir.

¿Por qué?

Mira, un actor no quiere salir del escenario. En cambio, yo lo que no quiero es entrar. Y si entro, luego me quiero salir. Prefiero estar sentado, en la distancia de un espectador o de un director. En mis clases, por darte otro ejemplo, nunca me siento al frente: siempre estoy en la última fila, en el sitio más lejano, como creo que me corresponde, con mis ojos puestos en el escenario, no con los ojos del público puestos en mí.

  1. Yo quisiera juntar dos preguntas. Evidentemente el teatro clásico sigue teniendo una vigencia indudable. ¿Qué se juega de José Luis lbáñez en ese teatro clásico, en esa vigencia de las pasiones: el amor, el rencor, el odio, lo lúdico, lo pulsional?

Es una herencia que me desafía. Me desquicia, me despierta, me niega y me reconoce, me enciende. Me pasa lo mismo con los clásicos de España o de México que con Shakespeare, con los griegos y con Racine. Pero si quieres que te diga los dos autores que más gozo, te lo respondo sin demora: Góngora y Cervantes.

Los de teatro me hipnotizan. No les puedo quitar atención. Pero, con todo y lo que me excitan, quizá no los gozo tanto como cuando digo en voz alta una estrofa del “Polifemo” o leo o escucho los párrafos de Cervantes. Nunca me siento tan vivo ni tan saludable ni tan gozoso como en esas ocasiones. Lope y Calderón fueron encuentros en tiempos de Poesía en Voz Alta, primero, y en cursos y conversaciones con Sergio Fernández, con Tomás Segovia (¡la Casa del Lago!), con Margit Frenk y con Margo Glantz, después. Hace poco, en 1995, al estrenar La vida es sueño, me dijo Sergio: “¡qué bueno que regresas al teatro clásico!” Pero ante mí mismo yo nunca me consideré alejado: creo que desde los años de Poesía en Voz  Alta no he dejado de darme de topes diarios con alguno de esos textos: desde la Celestina hasta Sor Juana, muy cronológicamente. He dado la impresión de estar lejos, pero (y a ti te consta) muchas horas de mi semana y de cada día se los dedico a los problemas de nuestros gigantes.

  1. Yo sé que las figuras como Sor Juana, Juan Ruiz de Alarcón, Shakespeare, son monstruos voraces y que a la vez intentas devorar.  Como si tuvieras que hacer un balance de tus batallas hacia ellos, ¿qué dirías?

Creo que me gustaría mucho saber que fui devorado.

8 ¿No pecarías de modestia?

Salvador Elizondo ha dicho que sería feliz al perderse en los laberintos de Joyce y no regresar nunca a nuestros ordinarios recovecos. En mi caso, que no es el de un escritor, me sentiría contento de saber que, como en La vida es sueño, de Calderón, una puerta puede cobrar la forma de “una boca abierta” y engullirte y conducirte a vivir todos los ciclos de la vida en ese altísimo grado de intensidad que es propio de la acción clásica.

  1. ¿Hay una “verdad sospechosa” de José Luis Ibáñez que deambula entre quienes lo acusan de haber hecho un tormentoso teatro industrial y un teatro universitario? A mí me gustaría que nos dijeras ¿cómo ha sido tu experiencia? -porque me parece que la negación de la realidad en torno a la pureza del teatro universitario no es válida-, ¿sería esto un ejemplo de la disciplina de transitar por ambos caminos sin perder la calidad?

En mí yo estoy seguro de que todo es sospechoso, como entre “azul y buenas noches”. Pero por otra parte, creo que no es indeseable la ambigüedad, la revoltura; que los límites imprecisos son más reales que los precisos, y que me atrae más el “ir y quedarse y con quedar y partirse”, que el ser de un solo ámbito.

No soy capaz de exclusividad. No oculto el orgullo de que algunos productores muy, muy al margen de nuestra Universidad, me hayan dado su confianza tan amplia y frecuentemente. Gracias a ellos puedo hablar de cómo y quiénes son “los demás”, que también nacieron y son tan reales como los productores subvencionados oficialmente. Tomo mucho en cuenta las “dos orillas” que de un mismo río señaló Machado.

  1. ¿No hay cierta ingenuidad en estos amplios sectores que creen que la pureza de ser universitario lo es todo frente a una vida que nos lleva por otros caminos?

Los afanes de pureza nos llevan a extremos fatalmente dañinos. No hemos aprendido bien las lecciones de los grandes excesos de este siglo. Como lo muestran los libros de Monsiváis: veamos las formas que toma nuestra supervivencia. Hay signos de una muy creativa vitalidad en las diarias revolturas y congestionamientos del Distrito Federal, tan contaminado y tan enérgico en su presencia. Nunca habíamos parecido una sociedad tan despierta. Los pícaros de nuestros clásicos lo expresaban en dos palabras: “despojado y despejado”. Bajo presiones sociales tan fuertes, la imaginación picaresca nos propone muy subversivos desafíos.

En mi caso, por una parte están mis tareas de profesor, dar clases, vivir universitariamente, cumplir como académico; por la otra, muchos otros impulsos y deseos; y alguna vez, hace mucho tiempo, me di cuenta de que no tenía por qué esperar que esta Universidad me diera todo. Quizá para otros sea bueno esperarlo todo de una institución. Mi buena amistad y mis trabajos con Silvia Pinal, con Julissa, con los Fernández Unsaín, con Enrique Álvarez Félix, han sido tan aleccionadoras experiencias como las de esta Universidad. Y hago lo posible por transmitirles a mis alumnos un aprecio de lo que esas figuras han hecho, hasta llegar a ser tan significativas para tantos mexicanos. Saber trabajar con una estrella es una experiencia buena, no algo repugnante como a veces se cuenta. Y no creo que sea inoportuno reflexionar en un curso sobre los procedimientos tan diferentes del administrador de un presupuesto oficial, y los de un productor de iniciativa privada que invierte sus propios centavos en su espectáculo. Invierte tú un peso de tu propia bolsa en una empresa teatral, y verás cómo todas tus nociones cambian. También me parece necesario que un futuro profesional del teatro sepa de su organización sindical, por viciada que esté. Como profesor, yo quiero enseñarles a mis alumnos que una cosa es el talento para actuar y otra el oficio para trabajar. Los códigos de cada profesión no están escritos en un cien por ciento. Mucho de cada trabajo se cumple con tácitos acuerdos que hacen posible la productividad normal. En esta Facultad hay muchos alumnos de extraordinaria tenacidad y disciplina. Ojalá que realmente lleguen a funcionar en la vida del teatro, porque sería terrible encontrarlos el día de mañana en otras ocupaciones, vendiendo dulces en Liverpool o siendo agentes de Afores, simplemente porque se encontraron con que “las cosas son muy diferentes de cómo me dijeron en la escuela”. Para mí es siempre urgente que de aquí mismo salgan los contratables que los medios profesionales necesitan.

  1. ¿Cuál es el futuro del teatro en México? ¿Qué va a pasar?

Uy, eso sí que no te lo puedo decir. Difícilmente me atrevería a decir cuál es el presente.

  1. Entonces, ¿cuál es el presente?

Gracias por insistir, pero creo que sólo quiero hablar de los desilusionados que veo de cerca, frente a los que comienzan con el vigor de sus ambiciones más limpias. Noventa por ciento de nuestros alumnos tienen que levantarse antes de las cinco de la mañana para llegar a tiempo a sus lecciones. Regresan a sus casas con inseguridad y soportando un regreso tan largo como su viaje de ida.

Nuestra ciudad pone a prueba el tamaño de nuestros deseos, que se desvanecen pronto si no son de veras fuertes. Y resulta que cada año escolar aumenta la inscripción de alumnos que llegan aquí en busca de una preparación profesional y universitaria. Cuatro años después, si se ajustan al plazo más estricto, obtendrán su licenciatura. ¿En dónde van a trabajar sólo porque la obtuvieron? ¿Qué tabulación de sueldo les corresponde en su país por ser licenciados en literatura dramática y teatro y haber cursado su carrera en la ¡Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM!, que tiene un altísimo prestigio internacional.

Las fuentes de un ingreso seguro y regular están por ahora en “La Bella y la Bestia”, algunos teatros que maneja Televisa, y algunos proyectos oficiales (administrados ya por universitarios). Hay varias salas que hoy agotan sus boletajes. Pero en todas, las llenas y las vacías, las de búsqueda y las de tradición comercial, verás un fenómeno innegable; en cierto momento de la noche, lo espectadores (contentos o no) comienzan a ver sus relojes y a medir el tiempo que los llevará volver a sus casas. Los que viajan en Metro, porque, entre muchas consideraciones, tienen que calcular los transbordes. Y los que tienen el automóvil en el estacionamiento, porque no quieren pagar horas extra y porque han de librar sus propias estrategias contra asaltantes. Si nuestros empresarios (oficiales o privados), si nuestros funcionarios y administradores –piensa en el ámbito de La Universidad, y no te vayas más lejos- no estudian cómo coordinar nuestros espectáculos con esas posibilidades, seguiremos padeciendo el éxodo de cada horario inclemente. Las obras largas merecen que se respete su integridad. Es un vano empeño el de quienes insisten en que “cuando la gente quiere ver algo, no se mide”. El presente de nuestra ciudad (y del país, que cada día es otro) pide nuevas reflexiones y búsquedas en lo administrativo, en lo industrial.

Nuestra enseñanza universitaria siempre ha descuidado estos aspectos. Yo lo lamento, porque creo que es aquí donde se puede formar los administradores más confiables, no sólo por su honestidad, sino por sus conocimientos. Y su espíritu universitario, lo cual abriría ángulos de observación opuestos a lo acostumbrado.

Si te fijas bien, los sistemas y procedimientos de nuestra producción y exhibición teatral no han cambiado mucho en las últimas décadas. Hay muchísimos directores, muchos nuevos diseñadores, autores muy diversos, críticos más estudiosos, demasiadas escuelas de teatro; pero la estructura de las carteleras, las asociaciones de productores y los organismos de promoción sólo cambian en sus gustos, no en la base de sus procedimientos. Cuando Salvador Novo se hizo cargo del Teatro de Bellas Artes, pasaron cosas. Cuando García Terrés soltó las riendas como él sabía, a sus colaboradores, pasaron cosas. Tiene que aparecer en el hoy de cada quien lo que Edmundo O’Gorman siempre pidió: “gente con imaginación, capaz de transformar las cosas en sus propias circunstancias”. Edmundo nos dejó claves y lecciones que no todos atendemos. Están en sus libros, claro; pero recibirlas directamente de él fue algo muy afortunado. No soy ni su amigo cercano ni su alumno directo; pero lo traté (muy confianzudamente le hablaba de tú porque lo había conocido fuera de clase, y tuve la suerte de que nunca le molestó), y tengo sus conversaciones tan presentes que casi te las podría repetir todas.

  1. No sabes como historiador cómo me entusiasma oír que esa pasión que O’ Gorman tenía pueda representarse en el teatro, en las letras, en todas partes. 

Por un accidente a mi favor, el día de su último homenaje, cuando murió, tuve el orgullo privado: Sergio Fernández amaneció afónico y no pudo leer su propio texto de reconocimiento, un texto de veras admirable,  ingenioso, y de enorme cariño, que el público aplaudió como merecía. Sergio me pidió que lo leyera en su nombre, y así pude participar activamente en aquella ceremonia. No alcanzaría tu paciencia y el tiempo que me concedes para contarte cuántos de esos momentos siguen viviendo en mí cada día; algunos vividos junto a mis maestros de esta Facultad, y otros a los que como Octavio Paz, o Juan Soriano, encontré fuera de aquí. Todo lo que me ha sucedido antes y después de trabajar se conecta con ellos.

  1. Si tuvieras que buscar una metáfora para decir qué es la Facultad de Filosofía y Letras para ti, ¿qué pensarías?, ¿cómo podría ser ésta?

Sergio Fernández me dijo un día, muy oportunamente, porque me vio titubear y percibió que estaba muy tentado a marginarme de la UNAM: “la Facultad de Filosofía puede ser la columna central de tu vida. Aunque los demás no se den cuenta, sería un tronco para muchas ramas”. Su imagen me caló muy hondo. A tantos años de habérmelo dicho, no tengo palabras para agradecerle el bien que me hizo. Es formidable que cada día me levante con ganas de venir adonde está lo que más aprecio, donde sucede la vida y la ocupación que más intensamente deseo. Así es de esencial para mí esta Facultad.

Cuarenta y tres años hace que mi propia desorientación me trajo aquí. Me alegra mucho sentir que sigo pisando los mismos pasillos, y comprobar que era este el sitio en el que yo quería pasar mis años.

 

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