sábado 18 mayo, 2024
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ARTE

«EL ETERNO RETORNO»: Una tarde en La Habana

Eran poco más de las seis de la tarde y caminaba sobre la calle Infanta rumbo hacia Jovellar. De pronto, por alguna razón me detuve y decidí cruzar la avenida antes de llegar al parque más cercano, pero la gran cantidad de vehículos que pasaba por la avenida lo impidió. Ni el desagradable olor del queroseno quemado y el paisaje descolorido de los viejos edificios me distrajo de la intención única e imposible que sentí de explicar con palabras la sensación que me embargó: un espíritu se apoderó de súbito de mí, era la luz del día que no terminaba de irse y la soledad de la noche que no se aposentaba del todo sobre la ciudad. Es el conticinio, pensé, es la nostalgia verdadera del conticinio, repetí.

Un inmenso Chevrolet antiguo pasó con lentitud y de nuevo me detuve sin atravesar la avenida, me quedé hipnotizado mirando como se alejaba la máquina hacia el rumbo de Cerro.

Por fin, hubo un espacio para atravesar pero tampoco avancé: me detuve mirando una pareja que vestida como en tiempos lejanos avanzó hacia mí, tomando ella del brazo al hombre; ambos me miraron con extrañeza, y un grupo de muchachas en tropel y risotadas corrieron hacia la parada de autobuses cercana. Giré la cabeza a la izquierda y alcancé a mirar el último resplandor de la luz sobre el mar, entonces un sentimiento de irrealidad me hizo cerrar los ojos y pensé que el hombre que era yo en ese instante, el que estaba a punto de cruzar la calle o de seguir avanzando sobre Infanta en esos últimos fulgores de un día de noviembre de 1990 en La Habana.

Empero, no estaba en ese año; es decir, no pertenecía a esa época, sino que era un mexicano que por un milagro infinito se había visto ascendido o descendido en una espiral del tiempo, en la ciudad de 1958, y que por ello estaba solo e indefenso en un lugar ajeno, extraño, donde no conocía a nadie ni era esperado tampoco por nadie.

Me sobrepuse y abrí con lentitud los ojos y vi algunos almendrones que pasaron hacia el Malecón, llenos de pasajeros indiferentes; extendí los brazos y decidí tomar posesión de La Habana. Sí, por el poder de la evocación yo estaba en ese momento en las dos realidades, en las dos Habanas, y me di licencia para disfrutar ese placer infinito en una ciudad que más que detenida en el tiempo, flotaba sobre él.

El hechizo se rompió y proseguí el camino. Llegué a Jovellar y por fin crucé la avenida frente al parque y descendí buscando la casa de Ileana de las Mercedes que, recordaba, estaba entre Espada y Hospital. Di con el número y toqué un roto timbre blanco que, sin embargo, funcionó. Desde el balcón se asomó una muchacha delgada que no era otra que Milagros, su hermana, quien gritó: ¡Ahí te va la llave!, y bajó con buen tino una cuerda blanca que al final tenía una pequeña llave; con ella abrí la puerta y subí unas escaleras  oscuras y desvencijadas; de pronto estuve en la sala del apartamento.

En unos minutos apareció Ileana, quien dijo: –Chico, estoy lista. ¡Vamos, dale! Y caminamos de nuevo hacia Infanta para tomar un taxi que nos llevara a la calle G, cerca de la Avenida de los Presidentes, en el corazón del Vedado.

Mientras el taxi avanzó, yo pensaba en Ileana de las Mercedes y en el gozo que me produce estar cerca de ella. El día anterior almorzamos juntos en La Bodeguita del Medio y nos tomaron una foto, y al salir el fotógrafo del restaurante olvidó entregarla. Ella lo recordó ya en la Plaza de la Catedral y decidió volver por la foto. Ambos retratamos bien.

La rubiecita Ileana

Pienso en cuánto me gusta esta rubiecita de rostro poco menos que ovalado, nariz pequeña, mejillas bien pulidas y mentón cuadrado. Simétrico el conjunto. Resalta el mentón firme que le confiere un gesto de dureza que se acrecienta cuando exige algo o discute por alguna razón. Tiene la piel muy blanca y la pelusa fina y rubia de sus brazos; me gusta acariciarla con suavidad, pues parece –le digo– verdadero  rocío.

No rebaso el lugar común, pero un pequeño apretón del brazo me dice que le gusta el halago. Su pelo largo a media espalda es también muy suave, y su espalda una pequeña comarca de dicha, que anticipa la contundencia de sus nalgas firmes y espléndidas. Sin embargo, tiene los pechos de una niña, cosa que, conmigo al menos, toma con buenas dosis de humor.

Llegamos a la casa del poeta Eliseo Diego. Él mismo nos abre la puerta y pasamos a una estancia llena de libros. Acomoda unas sillas y además de los saludos de cortesía, le extiendo una botella de whisky de regalo, que de inmediato abre y nos ofrece un vaso para iniciar la conversación.

Tocamos varios temas: el grupo Orígenes, la influencia de su madre en el aprendizaje del idioma inglés, la historia curiosa del político cubano que vivió donde hoy se encuentra el restaurante 1830 y que construyó el Paseo del Prado; la persona de José Lezama Lima y lo singular de la religión cuáquera que practicaba su esposa María Luisa, a quien el propio Lezama llamaba con cariño “La venada desmelenada”, una lectura del poema Para quien se despidió sin sospecharlo, con su respectiva historia que resume, si acaso ello es posible, todo el azar de la vida y la muerte. El tiempo transcurre con gozo.

En la Avenida de los Presidentes no hay ya mucha luz y es hora de partir. Me pide que le deje mi ejemplar de su libro As de Oros, pues no le han mandado los suyos desde México. Nos despedimos. Ileana de las Mercedes se pone de pie y le dice: –Eliseo, te quiero pedir un favor. ¿Me permites que te pueda abrazar?

El poeta Eliseo Diego

El rostro de Eliseo resplandece y le responde: –Deseo concedido. Y él la abraza con el amor del poeta, con la fruición con que se abraza a una diosa joven; ella también lo estrecha con fuerza, quizá con la fuerza con que se quiere palpar un personaje mítico para saber de cuánta realidad y de qué porcentaje de magia  está formado.

Al separarse, Eliseo la toma de los hombros y le dice: -Desde esta noche ya no te vas a llamar Ileana de las Mercedes, sino Ileana La Áurea; es decir, la dorada, la que brilla, la hecha de metal resplandeciente. Le besa la mejilla.

Pronto llegamos a la Avenida de los Presidentes y los árboles, el aire, el presente y el recuerdo futuro, todo parece placentero, impregnado de una total alegría.

 –¡Que esta felicidad no se vaya, que no se vaya nunca! Ileana la Áurea ríe, y responde con alguna ocurrencia mientras camina a mi lado, en medio de la inmensidad de la noche en La Habana.

*Artículo de Jorge Alberto Lamoyi. Profesor y periodista tabasqueño.  

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