¿Qué hacer ante la menopausia? ¿Renovarse?
No era recomendable, pero lo hicieron. Confiaron la logística de un salón de conferencias a una menopáusica.
Abrió las ventanas cada vez que sintió calor y las cerró cuando le dio frío. La cara alargada, de muy mal humor. Los asistentes nos quitamos y pusimos las chamarras y estábamos a punto de ponernos de mal humor junto con ella.
Era Perla, amiga y compañera de trabajo desde hacía más de 10 años, una mujer talentosa, de carácter firme y, con o sin menopausia, nunca se le dio la simpatía. Por más que le hice señas de que dejara en paz el control del aire acondicionado, empezó a sudar. Giró la perilla al máximo convirtiendo aquello en un refrigerador, aunque a mí me alivió un poco porque, como ella, ya tenía la frente húmeda, a punto de la sofocación.
La primera mesa redonda acabó en un pleito entre los que tenían calor y los que no, los que estaban a favor o en contra del tema propuesto. Salimos al “pause café”.
Yo todavía quería seguir haciéndome la jovencita y aun en el ahogo, me serví, como el resto, una taza humeante pero de té porque con el dolor de cabeza que tenía, la cafeína no era una buena opción.
Observé a lo lejos que la directora de la empresa manoteaba frente a Perla con el ceño fruncido. Era un regaño seguro porque mi amiga mantuvo la cabeza baja, ocultando las ojeras casi moradas que le vi en la mañana, supuse que por el insomnio que yo también padecía.
—Bueno, ¡ya!, si quiere córrame—gritó y eso sí lo escuché junto con otros asistentes que, curiosos y sorprendidos, giraron la cabeza para identificar la escena de la cual provenía el drama.
La directora, una sexagenaria estricta pero bondadosa, tomó a Perla suavemente del brazo y sonrió apenada hacia los espectadores. Algo le dijo al oído, quizá para calmarla, pero tuvo que dar un salto hacia atrás.
—¡No! Arreglamos esto ahorita—respondió la condenada, tirando con fuerza una bola de kleenex sucios de mocos y lágrimas en el bote de basura. Luego bajó un poco la voz cuando se dio cuenta de que la observábamos.
La directora se alejó y Perla se quedó en medio de la explanada, sola, temblando, no sé si por el frío o el coraje.
—Vaya, hasta que alguien la puso en su lugar—comentó una jovencita indolente que recién entró al departamento de creativos, pero no recordé su nombre—nos va a matar a todos de gripa con esos ventanales abiertos.
—Es que la sala está repleta, quizá su intención era que no nos acaloráramos—dijo un viejo profesor, comprensivo.
—¡Ay, doctor Mendoza!, usted siempre tan gentil. Reconozca que la señora no tiene una buena actitud. Su amargura descompone el ambiente. Así no se puede dialogar, ni escuchar las nuevas propuestas para el crecimiento de la empresa—dijo Julio –un hombre maduro, de esos que mientras más años tienen, lucen mejor–, dirigiendo una mirada seductora a la veinteañera.
—Yo opino que la directora debería tomarle la palabra y correrla, al fin ya está más para allá que para acá, a punto de jubilarse—se carcajeó con confianza la niña cuyo nombre se me borró.
El profesor carraspeó. Julio asintió tímidamente con la cabeza –apoyando el comentario y reforzando ese incipiente hilo de conquista–, pero para matizar el golpe agregó:
—Es que hay que renovarse o morir, ¿no es así profesor?
Mendoza no respondió. Yo también me quedé muda.
¿Cómo podía una renovarse? La piel cada vez más flácida, la mirada cansada, los pasos queriendo ser ligeros a pesar de esa inexplicable pesadez en los músculos, con todo y ejercicio. El vientre cayendo aun con las dietas, el tinte resistiendo estoicamente el embate de las canas empeñadas en salir.
Las ideas quizá eran útiles, pero eran sólo viento para los oídos jóvenes ávidos de huracanes. Volvimos a la sala. Extrañamente no fue la directora quien presentó la siguiente mesa redonda ni a sus integrantes. El dueño de la empresa, en persona, se encargó de la tarea. Perla tampoco estaba, lo supe porque las ventanas permanecieron cerradas.
Entre las butacas comenzó a circular el rumor, como un soplido tímido y frío, de que habían corrido a ambas. El doctor, sentado a mi derecha, bajó la cabeza al enterarse de la noticia. Aprendió y creció en esa empresa junto con su compañera, la directora. La jovencita aplaudía entusiasta las intervenciones de los ponentes mientras Julio le pasaba el brazo por encima del hombro.
La presión se me bajó. El calor que ya guardaba en mi interior encontró salida perlando mi frente, humedeciendo la piel; sudor que se coló por las pupilas, vertientes de un diminuto río que corría en pequeñas deltas formadas por las todavía imperceptibles arrugas de mis párpados y mi pecho.
Con el folder de la presentación que daría, me abaniqué con fuerza. Fue inútil. El cerebro, a punto de estallar con cada aplauso, pidió clemencia.
No recogí mi chamarra. El golpe del aire frío y libre me reanimó.
Tiré el folder en el bote de basura en el que Perla dejó su llanto y ya no miré hacia atrás.