…cuando los gritos de libertad parecen una broma.
No conocía a muchos de los invitados pero me obligué a entablar plática con ellos. Con la primera que me presenté fue con Doña Laura, una mujer alta y gruesa, de voz ronca; ojos grandes y saltones, que alardeó de ser gran conocedora de los héroes patrios. “Ni tan héroes, tuvieron unas vidas que para qué les cuento”, intrigó. Escuché, divertida, cómo acabó con la santa reputación de cada uno de los caudillos, enfocándose en sus líos amorosos, reprobables para una fiel católica como ella. “En fin, yo sólo expongo lo que sé”, concluyó con una humildad ridícula y temor a perder el aire intelectual por una fe.
Su marido, un hombre tan alto como ella pero tan escuálido que parecía un pequeño a su lado, sonreía con timidez. Visiblemente aburrido, pedía al anfitrión, en corto, que le sirviera más tequila. Un caballito tras otro, fueron ampliando su sonrisa.
Preferí entretenerme con la mujer que preparaba las margaritas, por cierto, excelentes. Después me dio ternura un gringo, yo creo que perdido, cuando exclamó con pasión “¡Viva México!” ante la mirada todavía resentida de otros y, sin importar la nacionalidad del “extraño enemigo”, ese día, el del grito, sólo le permitirían un silencio solemne para acompañar la fiesta.
Me enteré de que el esposo de fulanita ya no soportaba a los suegros, ahí presentes, precisamente por eso, porque no dejaban de estar; también conversé con Lupita, que se calificó de liberal aunque bajó la voz al hablar de su profesión –defensora de los derechos de las mujeres-, por ser “un tema poco comprendido”; escuché a algunos hombres compitiendo por tener los datos más recientes y fidedignos respecto a los futuros candidatos a la presidencia. Bostecé… Observé a otros, quizá tan aburridos como yo, pintarrajeándose banderitas en los cachetes y en plena catarsis, ensayaban algunos vivas.
Llegó la hora de la ceremonia. Uno a uno, con sumo cuidado, aunque presurosos para no perdernos el evento, subimos la pequeña escalera de caracol hacia el balcón que tenía vista a la plaza.
Desde ahí arriba el panorama era fascinante. El gentío abajo, alborotado, lleno de una alegría incomprensible, con trompetillas y algunas banderas, animaba al presidente municipal a que diera el famoso grito e inaugurara oficialmente la fiesta.
Lo hizo, no sin decepcionar a la concurrencia, porque entre las fallas del sonido y su voz aguda, chillona y temblorosa, el grito de libertad pareció una broma.
Apenas sonaron las campanas, estallaron cuetes y se encendieron los juegos pirotécnicos. Me saturé de sonidos estridentes, olores a cebolla, sudor, perfume, flores, pólvora, colores.
Miré hacia abajo y me dio vértigo. Volteé hacia el cielo y aspiré el aire frío y fresco de la noche. Encontré refugio en una lluvia dorada que incesante y majestuosa nos cubrió como una bóveda de estrellas. Ya no escuché nada, sólo observé, atrapada en ese juego luminoso que se daba en las alturas. Hubiera querido ser parte del estallido, reventar en diminutas e infinitas partículas brillantes y caer ligera, ardiendo, quitarme ese frío que me acompañaba desde hacía años, que sentía desde lo más profundo, que calaba los huesos, que me hacía temblar siempre…
Nos quedamos en silencio, como nostálgicos, hasta que el señor escuálido con el caballito vacío, nos invitó a seguir la fiesta.
Bajamos con cuidado, haciendo vibrar el fierro ya viejo y oxidado del barandal y los escalones. El descenso fue lento. Miré hacia abajo. A unos seis metros de distancia estaba el patio de un restaurante en el que alegremente departían turistas y pueblerinos. Las mesas tenían mantel blanco con filos tricolores, floreros al centro y platos con tostadas, chiles, pozole.
Me incliné apenas para observar mejor un guiso amarillo que me llamó la atención. Todavía pensaba en las luces, en esa esfera envolvente de alegre soledad y de pronto caí. Escuché gritos mientras veía, recargada sobre el barandal en el que segundos antes estaba yo, la cara de la señora Laura, con los ojos más saltones que nunca; su marido, tambaleante, al lado de ella y al resto paralizado sin poder correr en mi auxilio porque la gorda no los dejaba pasar.
Sentí un primer golpe en la espalda que detuvo la caída. Me desplomé sobre una de las mesas que no resistió el impacto, se venció y llegué a nivel del piso. Los comensales, salpicados de lechugas, rábanos, salsa, me miraron con horror. Yo también a ellos. “¿Sigue viva?”. No sé si me preguntaron o lo afirmaron. Lo lamenté tanto que cerré los ojos para seguir viendo la lluvia de estrellas.
*Ilustración de Chepe.
Diana Teresa Pérez
Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica.