domingo 28 abril, 2024
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«EL RELATO» El juego

Por. Diana Teresa Pérez

Bajé por la escalera de caracol con cuidado porque los peldaños son estrechos. Apoyé un pie y lentamente coloqué el otro en el peldaño siguiente. Derecho, izquierdo… De pronto sentí que una mano helada me tomó el tobillo. Me desmayé.

—Ay, qué poco aguantas—me dijo mi novia sin parar de reír. 

Se creía muy graciosa. Me jalaba los pies en la noche, compraba animales de plástico asquerosos y los ponía en el clóset, en los cajones. No sé por qué seguía con ella. El colmo fue cuando organicé una cena con mi jefe y compró unos hielos sorpresa que casi lo matan de un infarto cuando, al beber su cuba, descubrió cucarachas en el vaso. Por más que intenté explicar que eran de juguete, mi jefe y mi ascenso se esfumaron.

Yo la quería. Hacía apenas unos meses que aceptó vivir conmigo. Nos instalamos en ese departamento en el corazón de la zona rosa, viejo y destartalado, pero muy amplio. 

Estaba ubicado en el segundo nivel de un edificio de tres. Los pisos eran de duela, dos recámaras, dos baños enormes con tina, un estudio, sala con chimenea, comedor y una cocina vieja pero espaciosa. La escalera de caracol era para subir a la azotea donde estaba el cuarto de lavado.

Julia descubrió que teníamos por vecinas a unas gemelas. Una mañana, cuando se preparaba un café, se asomó a una de las ventanas que dan al patio interior y vio a una de las vecinas observándola. Se asustó porque no la había visto. Saludó con la mano y le sonrió y la vecina respondió igual. Julia se alejó de la ventana y recordó que ya no tenía cigarros. Bajó a la tienda y en la puerta se topó a una señora idéntica a la que recién vio en la ventana. Tenía el cabello cano recogido en un chongo bajo, una blusa blanca con cuello de encaje, igual a la de su hermana y una falda rosa pálido. Le hizo la plática y se enteró que sí, que eran gemelas, que tenían toda la vida en el edificio.

—Y ¿cómo se llaman?—pregunté.

—Sofi y Geo.

Fue entonces cuando a Julia le dio por hacer bromitas. “Uuuuuu”, me decía al pasar como si fuera un fantasma, o se escondía detrás de la silla y fingía ser su gemela. La correteaba y acabábamos a los besos. Después las bromas subieron de tono: la mano helada, los animales de plástico y la huida de mi jefe. 

—Ya estuvo, Julia—le lancé esa noche mientras recogía los platos de la cena que nadie comió.

—Perdón—susurró y bajó la cabeza, realmente afligida.

—En lugar de estar trabajando te vas a comprar chunche y media, es el colmo…

—Fueron ellas—me interrumpió con voz temblorosa.

—¿Quiénes?—ya me estaba enojando otra vez. Me esperaba una nueva tontería.

Se me acercó y me dijo al oído, “las gemelas”. Eso ya era demasiado. La aparté, la tomé de los brazos y le pregunté furioso:

—¿Qué te pasa? ¿Por qué hablas así?

—Shhh, shhh—y se llevó el dedo índice a los labios—nos pueden oír. 

No sabía si se estaba volviendo loca o estaba enferma porque la vi pálida. Opté por abrazarla. La acosté y antes de apagar la lámpara me dijo que era verdad, que ellas le habían sugerido las bromas, que la risa era lo que mantenía a las parejas enamoradas y no sé cuántas cosas más.

A medianoche me desperté sudando frío. No sé qué estaba soñando. Me levanté al baño, encendí la luz y sentí que otra vez me desmayaba, si no fuera por el grito aterrador de Julia que me mantuvo en alerta. Estaba acostada en la tina y se cubría con una cobija vieja que no sé de dónde sacó.

—¿Qué haces ahí?—pregunté. No me respondió, sus ojos se quedaban mirando hacia la nada, temblaba bajo la cobija. En la medida en que recuperaba el aliento me iba enojando más. Estaba harto—¡Pregunté que qué haces ahí!—grité para hacerla reaccionar.

Nada. Sus ojos fijos en el vacío. De dos zancadas llegué hasta la tina, la levanté de golpe y la zangoloteé.

—¡Reacciona, Julia!

De pronto rompió a llorar y decía, como drogada, que ya se quería ir de ahí.

Lo que me faltaba. El drama. Intenté tranquilizarla. Le dije que era mejor que durmiéramos y ya veríamos qué hacer.

Pero no lo hicimos. Cada vez que quise iniciar el diálogo, Julia, con los ojos a punto del llanto, bajaba la cabeza y se metía en el estudio. Ahí durmió varias noches. Yo cada vez la veía más delgada.

—Perdóname, muñequita —me rendí —No es que no quiera que bromees, me encanta reír contigo, pero mira, vamos a hacer un trato: yo trato de aguantar más y tú trata de bajarle, ¿sale?

Me miró con tristeza y se abalanzó a mi cuello, me llenó de besos. 

Por unos días, puedo decir que viví mi luna de miel. Risas, vino, bailes. Una noche hasta me dijo que éramos la envidia de las gemelas.

—Déjalas, ya son grandes, habrán tenido sus aventuras—respondí distraído mientras le besaba el cuello.

—¿Ya hablaste con ellas?—preguntó Julia mientras me mordía un labio. 

—¿Yo?, qué va, nunca las he cruzado, se me hace que ni existen y las inventaste tú—alcancé a decir camino a su pecho. 

Esperaba sentir la resonancia de su risa en mis labios, pero no hubo reacción. De hecho, empecé a sentir su cuerpo frío, tieso. Me enderecé y mi Julia se había ido otra vez y en su lugar estaba esa zombi de mirada perdida. 

—¿Ahora, qué hice?—pregunté casi con resignación.

—¿No oyes?—susurró.

—¡No!, ¡no oigo nada!, ¡no veo nada!, ¡carajo!

Me dio tanto coraje, tanta repulsión, que la aventé con todas mis fuerzas.

No pasó un segundo cuando ya me había arrepentido. Julia se estampó con la pared, resbaló por ella y cayó sentada. Me miró con espanto. Se llevó las manos temblorosas a la cara y empezó a llorar con una amargura tan profunda que me estremecí.

Intenté acercarme, pero apenas di un paso, Julia se puso en pie y echó a correr a la recámara.

Hasta entonces escuché. Alguien golpeaba a la puerta con fuerza, con desesperación. ¿Cómo no los oí antes? Entre molesto y entristecido abrí. Nadie.

Me asomé al pasillo, me acerqué al barandal, miré hacia el patio, hacia el piso de arriba, hacia las ventanas de esas chismosas. Nadie. Todo estaba a oscuras. 

Entré al departamento, desconcertado. Fui a la cocina y destapé una cerveza. Necesitaba calmarme. Encendí un cigarro, abrí una de las persianas y me quedé mirando hacia el departamento de las gemelas. Oscuro. Miré el reloj. No era tan tarde, apenas las ocho de la noche. Se habrían dormido. Era curioso, pensé, sólo vivíamos nosotros y ellas en ese edificio. Recordé haber visto al dueño enseñando uno de los departamentos de arriba, pero al parecer, todavía no lograba rentarlos.

En eso estaba cuando escuché sus risas. La sangre se me fue a los pies de puro coraje. Se hizo la zombi y ahora estaba a las carcajadas. Terminé la cerveza y fui a la recámara. La puerta de la entrada estaba abierta. Qué idiota. Se me olvidó cerrarla. 

Al llegar al cuarto me encontré con una Julia radiante. No supe reaccionar. Me sentí triste porque bien sabía que no era yo el motivo de su alegría; me dio gusto verla como cuando nos conocimos. 

—Quita esa cara de pasmado y ven conmigo—y palmeó suavemente la cama en la que estaba sentada.

—¿Con quién te reías?—pregunté, receloso. 

—Con mis amigas, mi vida. Acaban de venir, ¿no las viste?—me quedé callado y al ver mi desconcierto, agregó—no importa, mira, ven, te voy a contar algo—dijo seductora.

Llevaba puesto un camisón muy corto, negro, traslúcido, bajo el cual adiviné sus senos redondos y blancos y una tanga de encaje, negra también. 

A pesar de la excitación, tuve miedo. Me senté lentamente, mi pantalón rozando la piel de su larga pierna; mis manos recargadas sobre mis muslos. Me tomó una mano y con voz aniñada empezó a juguetear:

“Este dedito compró un huevito; este lo cocinó; este le echó la sal; este lo probó y este pícaro se lo comió”.

Y aproveché la frase para besarla y acostarla. Ella se resistía, pero pensé que era parte del juego, “es que yo soy el pícaro ese de tu cuento”, alcancé a decir antes de que me soltara un bofetón y una patada en la entrepierna.

No pude ponerme en pie del dolor, dolor en el corazón porque empezó a gritarme que era un monstruo, que no era gracioso que yo quisiera romperla en dos, que dónde estaba la diversión en que yo la atravesara.

Se me olvidó el coraje y abrí paso a la sorpresa. Julia, la cara deformada por la furia, morada por el esfuerzo, las venas saltando en su cuello, me escupía sangre, coágulos de sangre que volaban y se estrellaban en mi camisa, en las manos. “¡Cerdo!, yo solo quería jugar”, me espetó antes de salir despavorida del departamento. 

No iba a soportar un berrinche más. Corrí detrás de ella y estuve a punto de alcanzarla cuando las gemelas me cerraron la puerta en la nariz. Golpeé con fuerza. “¡Abran, abran!, voy a llamar a la policía, ¡las voy a acusar de secuestro!”, amenacé en forma ridícula.

Me cansé de golpear y me senté en el suelo. Me pareció oír la voz de Julia contando lo sucedido a las carcajadas, “y el pobre se puso pálido… yo creo que ahora sí me pasé… “.

Me puse en pie con dificultad, como si cada una de esas palabras fuera una gran piedra que cargara en la espalda. Caminé con lentitud hasta llegar al departamento. Empaqué sus cosas y puse las maletas frente a la puerta de las vecinas. Cerré con llave y me fui a acostar.

Me despertó el ruido de las sirenas. Estaban muy cerca. Adormilado, me levanté y me asomé por la ventana de la recámara que da a la calle. Me sorprendí al ver a la patrulla y a una ambulancia estacionándose frente al edificio y un montón de curiosos en batas, pijamas y chanclas arremolinados en la puerta.

Corrí a la entrada y los policías ya no me dejaron acercar. Después, la pesadilla. Me arrestaron, me interrogaron. ¿Cuándo fue la última vez que vio a su novia?, ¿qué hacía en el departamento de al lado? Son sus amigas. Ahí no hay nadie. ¿Se fueron? No, señor, ese departamento está vacío, no se haga el sorprendido. Ahí viven las gemelas… Geo y Sofi. Jajaja, cuénteme otra. Háblele al dueño. 

¿Verdad que sí viven ahí las gemelas? No, vivieron ahí, pero hace mucho tiempo. Háblenle al dueño. El dueño murió hace dos años, el edificio está intestado, y antes del señor, las dueñas eran, efectivamente, sus tías abuelas, las señoritas Georgina y Sofía Cárdenas, que murieron hace veinte años… juntas, por cierto. Julia estaba con ellas. Sí, ya está con ellas, que en paz descanse.

Me desmayé.

Alguien ahorcó a Julia y luego la apuñalaron. Me echaron la culpa porque encontraron mi camisa ensangrentada en el cesto de la ropa sucia, pero nunca encontraron mis huellas en su cuello, ni el arma homicida. Solo me pusieron una multa por invasión a la propiedad privada. 

Cuando salí de la comisaría fui de inmediato al departamento. Estaba seguro de que había guardado los recibos de la renta. Los encontré en uno de los cajones del escritorio. Estuve a punto de regresar a la policía cuando me di cuenta que la fecha de recibido era de diez años atrás. Ya pensaría en eso, primero tenía que empacar. 

Subí a la azotea por la ropa que se quedó en el cuarto de lavado. Me sorprendí al verlo apestoso, vacío, con humedad en las paredes. Bajé con cuidado y por poco me caigo cuando sentí una mano helada en el tobillo.

Ya sé que eres tú, Julia. No sé cómo todavía te quedan ganas si ya sabes cómo acaba el juego.

 

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