Había demasiadas mujeres en esa casa.
Recién se divorció, el señor, con ayuda de su fiel secretaria, se mudó a ese domicilio, ubicado al centro de la ciudad. Sofía, al ver a su jefe en el desamparo, se convirtió en más que su mano derecha, siempre pronta a resolver cualquier asunto, casero o laboral, que se presentara. Llegaba al amanecer y con gusto se hubiera despedido entrada la noche, si no fuera porque el patrón a las seis de la tarde le pedía que se retirara.
Alicia los siguió para continuar con las labores de limpieza. Bajo la tutela complaciente de la secretaria, era quien decidía cuándo sí y cuándo no, algo, por mugroso que estuviera, era digno de ser aseado.
Ninguna de ellas se libró de la intromisión de la ex esposa, que aunque ausente, persistió, tenaz, en el intento por seguir controlando los destinos de propios y extraños; ni de la nueva “señora”, “pobre”, cuchicheaban entre ellas, absolutamente desorientada.
-Este mechudo no cabe en ningún lado-opinó Alicia tratando de encontrar uso a la más reciente compra de la señora.
-No, no sirve, mejor utiliza este-respondió Sofía entregándole un trapeador viejo, deshilachado.
Las dos ignoraron por completo a la señora, que en ese preciso momento pasó por delante y prefirió seguir de largo, resignada. La muchacha no hacía más que destruir mechudos cada semana. Decidió entonces comprar unos de repuesto, más baratos y rendidores. No hubo manera de que tomaran a bien el cambio.
De hecho ninguno de los cambios que intentó introducir en la casa fue aceptado. Por ejemplo, el orden en la cocina. La señora, durante todo un fin de semana se dio a la tarea de acomodar el desastre: plásticos junto a las ollas dentro de la alacena donde debían ir los comestibles. Latas de atún en el espacio para los especieros, el aceite junto a los platos, entre cajas de medicinas y bolsas de café.
El siguiente lunes, cuando regresó del trabajo, encontró otra vez los tupers en la alacena, los platos aventados en cualquier lugar. Respiró profundo. No era bueno tenerlas de enemigas. Además, ella había sido la última en llegar. Con paciencia reacomodó y apenas coincidió con la muchacha, le explicó, abriendo gaveta por gaveta, en dónde se encontraban ahora las cosas.
-Es que Sofía dice que como el patrón es muy distraído, lo podemos desorientar más si le movemos las cosas, pero si a usted no le importa lo que le pase al patrón, pues está bien.
Y se quedó mirando a la patrona con los ojos risueños y dulces, con un poco de lástima, lanzando un mensaje: “pobrecita, no entiende usted nada”.
-Dice el señor que si quiere no haga comida porque no regresará a tiempo-informó Sofía.
Respiró y para no amargarse la vida, decidió que con o sin él, guisaría. Se bañó, bajó a la cocina y se quedó paralizada en la puerta. Sofía ya había sacado ollas y sartenes para preparar su lunch: verduras al vapor y pollo a la parrilla.
-¿Necesita usted algo?- preguntó la secretaria.
-Es que voy a cocinar-respondió con dureza. Rectificó su actitud y suavizando la voz agregó que no era necesario que se quitara, ella usaría otras hornillas.
-De verdad creo que el señor no regresará. Me dijo que comería una ensalada por ahí, ya ve que él no está acostumbrado a comer cosas tan pesadas-dijo en alusión a los moles y salsas que preparaba la señora.
El teléfono sonó y Sofía dejó la cocina para ir a responder.
-Ah, sí, señora, ¿cómo le va?-contestó en tono amistoso-… sí, todo bien, el señor no está pero si le puedo ayudar en algo… ah, sí, ella sí está- y bajó el volumen de la voz-… jaja, bueno, usted sí se imponía… ¿cómo?… no, yo misma hice el depósito de la pensión… no le miento-y la voz ahora era temblorosa-… sí, ya sé que todo está carísimo y no alcanza para nada-y en un susurro que no escapó a la señora ya plantada al otro lado del muro en franca labor de espía, agregó- …le aseguro que el señor no le da un quinto. Yo le comento lo que me dijo, no se preocupe.
La conversación terminó. La señora regresó rápidamente al fregadero para lavar los chiles y tomates para su guiso, haciendo a un lado las verduras de Sofía.
La secretaria entró un poco descompuesta. No le gustaba ser infiel a su patrón, pero la “esposa”, porque el patrón sí se casó con ella, tenía un genio muy difícil. “Qué bueno que se divorciaron. El patrón es tan bueno. Tanto que ahora “ésta” se le metió casi a fuerza”, pensó con molestia y recordó aquel día cuando la vio bajar del área de las recámaras en pijama. Supo que era el fin.
Como no podía utilizar el fregadero, abrió uno de los cajones y sacó con furia un gran cuchillo. La señora tensó el cuerpo y miró de reojo. La secretaria la rodeó para abrir la gaveta en donde estaban las tablas de picar y cerró la puerta de un azotón.
-Ay, disculpe-dijo con voz dulce-se me fue.
La señora ocupó la estufa. Alicia, que merodeaba por ahí con el mechudo deshilachado, intercambió miradas con Sofía y con voz sumisa le pidió a la señora que se hiciera a un lado para limpiar el piso. De dos trapazos veloces quitó la suciedad, bloqueó con su enorme cuerpo a la señora para que no pudiera avanzar y Sofía aprovechó el hueco para colarse. Utilizó la hornilla de la izquierda y la señora la de la derecha. El fuego se encendió.
Sofía, con un “usted disculpe” de por medio, le dio un codazo a la señora, quien respondió, como por descuido, levantando el sartén con el aceite hirviendo cerca del rostro de la secretaria que tuvo que dar un paso atrás.
-Alicia, porfa, ¿puedes pasar el mechudo aquí para que no se resbale la señora?
Ni tarde ni perezosa, la muchacha deslizó “su arma” sobre el piso. La señora movió las piernas pero dejó el tronco a la mitad sin dejar de mover los frijoles. Sofía, desesperada porque su pechuga se quemaría, empujó a Alicia y se coló en un extremo, todavía sin alcanzar su alimento.
-La salsa huele muy mal, señora-dijo con impotencia.
-No te preocupes ahorita la compongo. Lo que no tiene remedio es tu pechuga.
Sofía alcanzó los frijoles y, furiosa, los tiró al piso.
-Creo que los frijoles tampoco tienen remedio.
La señora entonces tomó la cuchara sopera y regó los vegetales en el fregadero.
-Están echados a perder, eso es lo que huele mal.
La señora tomó la cacerola con el guiso para mantenerlo a salvo, pero Sofía le metió el pie y la salsa se desparramó por todo el piso. La señora lanzó la pechuga a la cara de la secretaria. Alicia ya no sabía por dónde limpiar. Sólo quitaría lo que Sofía ensuciara, pero era tal el descontrol que perdió de vista quién arrojaba qué cosa.
El patrón llegó y encontró la cocina hecha un desastre. Sofía, la muchacha y la señora llenas de salsa, pedazos de pollo y carne enredados en los cabellos.
-¿Qué pasó?
Las tres hablaron al mismo tiempo. El prefirió irse de nuevo, “hasta que se tranquilicen”, les dijo, porque no entendía nada.
Cuando regresó encontró sobre su escritorio tres cartas. La primera escrita a mano con una letra casi infantil: “Señor, yo ya no sé quién es aquí la patrona. Limpié lo que pude. Alicia”.
La segunda era una carta más larga y lacrimógena, escrita a máquina, en la que Sofía le recordaba los años juntos, las batallas ganadas y perdidas, su fidelidad a prueba de fuego, sus ganas de seguir con él para siempre con una sola condición: que la “señora” se fuera.
La tercera era un recado en letra manuscrita: “Señor, antes de irme vi que la señora empacó y se fue. No sé si le robó algo; mañana, si quiere, checo todo con lupa. Ya le llamé a Alicia para que venga a limpiar. No se desanime, ya verá que de ésta también salimos. Sofía”.
Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.