“El tiempo de espera del resultado de un examen, era una guerra de nervios e insomnio”.
Cada año, por estas fechas miles de jóvenes acuden a diversos planteles educativos a presentar el examen de ingreso a la UNAM. Contemplarlos –muchos de ellos acompañados por sus padres–, produce una serie de inquietudes: ¿cuáles de estos rostros serán los afortunados que podrá tener un lugar privilegiado en la educación? ¿Quiénes serán los que con tristeza vean que su nombre no aparece en las listas? ¿Cuántos fueron con la esperanza de entrar pero tienen la opción de estudiar en una universidad privada? ¿Quiénes serán los que se han planteado hasta 3 tipos de carrera, haciendo igual número de pruebas en otras escuelas públicas? ¿Cuántos buscarán algún oficio para ganarse la vida o para no estar de “baquetón” mientras intentarán varias veces, hasta ser admitidos? ¿Quiénes ante la decepción se van a engrosar la lista de los ninis?
Pienso en muchas historias cada vez que veo las filas del anhelado ingreso a la UNAM. Juan Carlos tiene 19 años, hijo de padres abogados, está terminando la prepa en una escuela privada. Hijo único, dice que no tiene problemas para irse a la Ibero o al Tec. de Monterrey. Decidió hacer el examen porque le encantaría estudiar la misma carrera de sus papás en la UNAM. Aunque tiene un buen promedio, dice que sus posibilidades son mínimas porque es una carrera de alta demanda en la que tendría que lograr un examen casi de excelencia. “Ojalá quede, pero la verdad lo veo muy difícil. Simplemente lo quise intentar”. No se le nota preocupado. Sabe que tiene la posibilidad económica de estudiar sin problemas.
Me encuentro con Ramiro. Estudia en una escuela pública y tiene alto promedio. Le pregunto si es “un cerebrito”, me dice que no se considera así pero que siempre ha sido “machetero” y ha ganado concursos de conocimientos. Quiere estudiar Economía. Vive con su mamá que es profesora y tiene una hermana. Se siente tranquilo después del examen. Facilidad de palabra y sonrisa reflejan seguridad.
En un coche casi destartalado está un grupo de jóvenes fumando y riendo. Les pregunto si están nerviosos por la prueba. Me dicen que no y por su semblante, les creo. “Hice el examen porque si no mis jefes me ahorcan”, responde uno de ellos.
No sé si todos los que estudiamos en escuelas públicas compartimos el estrés de las pruebas de admisión. Tal vez dependa de la necesidad económica o del interés por determinada carrera lo que determine los niveles de angustia. En mi caso, después de cada prueba – secundaria y bachillerato, las pasé afortunadamente-, el tiempo de espera del resultado era una guerra de nervios e insomnio. La satisfacción de encontrar el nombre en la lista era indescriptible.
Aunque ya pasé por esto como estudiante y como madre de un joven, no puedo dejar de sentir vértigo al leer que desde hace dos años la UNAM recibe alrededor 200 mil solicitudes de estudiantes que desean entrar a algunas de sus escuelas y facultades. En 2016 ingresaron 16 mil 958 jóvenes de un total de 195 mil 918; es decir, sólo un 8.6% pudo quedarse. La demanda es altísima frente a los espacios disponibles.
Por fortuna ahora hay opciones de educación a distancia o de carreras técnicas. La pregunta que me hago es: ¿qué pasará exactamente por la cabeza de un nini?, ¿qué hay detrás de la decisión de ni de estudiar ni trabajar? ¿Qué tan responsables somos como sociedad de provocar el desánimo entre los jóvenes? El 25 de marzo, cuando se den a conocer los resultados, miles de historias, pocas de éxito y muchas de decepción o fracaso, se comenzarán a escribir.