jueves 10 octubre, 2024
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BORIS BERENZON GORN COLUMNAS BLOGS

«RIZANDO EL RIZO» La era de las ‘fake news’

 

Cuando Donald Trump usó por primera vez el concepto fake news, intentaba demeritar las críticas en su contra. Sus oponentes encontraban en él demasiada tela de dónde cortar y, en muchos casos, el magnate no tenía contrargumento que le sirviera de escudo. Las pruebas que lo señalaban como un ciudadano de ética sumamente cuestionable corrían a toda velocidad, primero en la web, y después, amplificadas por medios tradicionales. 

Trump encontró, entonces, una herramienta que podría usar frente a cualquier publicación incómoda: decir que era falsa. No sería tan descabellado, después de todo. Al final, ¿cuántas personas no han sido sacrificadas en nombre de la moral con base en documentos mentirosos o solo ciertos a medias? La excusa ha acompañado a hombres y mujeres por siglos, y los ha sacado bien librados lo mismo de engaños amorosos que de juicios históricos. Al usarla, Trump apelaba a un cinismo que ha crecido como parásito junto con la humanidad, pero hacía mucho más que eso: señalaba con su bronceado y millonario dedo a la que sería una de las banderas de la época. 

El magnate se enfrentaba con la severidad de la web 2.0. Cuanta metida de pata hubiera tenido en la vida y hubiera quedado registrada digitalmente saldría a la luz y se esparciría en cosa de minutos. Pero esta misma plataforma tenía una enorme debilidad que radicaba, probablemente, más en el uso que los receptores hacían de ella que en su esencia en sí misma. Las redes sociales carecían de mecanismos de verificación de las noticias que los usuarios daban por ciertas sin haber hecho siquiera el esfuerzo de cerciorarse de su veracidad.

No se trataba, pues, de combatir los argumentos en un proceso que seguramente terminaría perdiendo. Lo único que tenía que hacer era invalidarlos con un no categórico. Total, si nadie se daba a la tarea de verificar a los otros, ¿por qué se tomarían el tiempo de verificarlo a él? Si alguien publicaba una noticia en su contra, todo lo que él tenía que hacer era reformular la misma noticia en su favor, sin darle importancia, procurando no interactuar con su contenido, diciendo simplemente “es falsa”. 

Señalando mentiras, irónicamente, iniciaba un periodo que estaría lleno de falsedades. Datos imprecisos, desconocimiento profundo de la geografía de su país, exageraciones colosales y engaños alevosos caracterizarían la administración de Donald Trump al mando de la Casa Blanca. El presidente no se preocuparía nunca por haber dado una imprecisión. Lo que importaba era ganarse la confianza de sus bases, y esa no se ganaba con una exposición brillante de datos y estadísticas, sino con el estómago, con la emoción, con el liderazgo dudoso que había ofrecido a los más pobres del país. Y si no se ganaba con verdades, tampoco iba a perderse con mentiras. 

Curiosamente, la relación que Trump cultivó con su electorado es muy similar a la que muchos usuarios tienen con sus fuentes de noticias. Está basada en la emoción, en la credibilidad que les asignan a los medios por razones a veces difusas que poco tienen que ver con el rigor periodístico y que también pocas veces tiene que pasar por el escrutinio con el que debería cuestionarse cualquier información antes de considerarla cercana a la verdad. ¿Dice lo que quiero oír? Perfecto: entonces, es confiable. 

Esta credibilidad (que —repito— no se gana por el rigor con que se maneja la información) puede ser aprovechada lo mismo para imponer agendas que para demeritar personas, para manipular la realidad o hacer a las masas moverse en una u otra dirección. Y no solo eso; esta credibilidad puede ser un hueco enorme por donde la desinformación se filtre, a veces sin que haya una mente maestra detrás de ello, sin que exista un objetivo maquiavélico. La desinformación es el principal mal que aqueja a la utopía de los derechos a la información y a la libertad de expresión, y en ocasiones es tan grande que parece absorberlos por completo.

La web 2.0 nos da la facultad de crear, como usuarios, nuestro propio contenido. Y con ello, nos permite acceder a los poderes que durante décadas ostentaron los medios tradicionales. El principal de tales poderes es la capacidad de moldear la realidad. Crear contenido va mucho más allá de generar videos graciosos o memes de cualquier asunto absurdo: también podemos crear noticias.

A pesar de esta enorme debilidad (es decir, de la facilidad con la que la desinformación se filtra en ellas), las redes sociales son el medio favorito de los mexicanos para enterarse de las noticias. Así lo reportó el Digital News Report de 2020: la gente en México prefiere Facebook y YouTube antes que los periódicos para buscar o recibir información. ¿Cómo recuperar una herramienta que, en principio, debería ayudar a garantizar el derecho a la información y no debilitarlo? 

Trump anticipó que este sería el dilema del mundo durante los años venideros, y por eso decidió no enfrascarse en debates que solo lo llevarían a perder votos. El magnate entendió antes que todos que en estos tiempos no gana el que habla con la verdad sino el que habla más fuerte.

Ilustración. Diana Olvera

Manchamanteles

El racismo está dentro del sistema. Los engranes se mueven bajo estos preceptos de discriminación, odio, exclusión. No son hechos aislados, no son acontecimientos inconexos; el racismo sucede de manera sistemática. Es decir: se repite una y otra vez bajo los mismos patrones, es cultivado por los mismos actores sociales y es cobijado por una impunidad también sistémica. Todo está impregnado de racismo; necesitamos reconocerlo para poder hacer algo al respecto tomando en cuenta que el clasismo es otra forma de discriminación racial.

Narciso el obsceno

El magnate que preside el imperio ha sido diagnosticado narcisista patológico, un gobernante ansioso de halagos y desprovisto de empatía, a la par de un manipulador idóneo para sitiar a extensos fragmentos de la sociedad en sus delirios obsesivos. En su desvarío narcisista, los enemigos constantes son los hispanos, negros, musulmanes e inmigrantes. Es decir, el líder de Estados Unidos necesita una mascarada que pervierta su actuación y del que obtenga poder.

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