Por. Boris Berenzon Gorn
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En la Ciudad de México, dos hechos recientes han irrumpido con violencia en la conversación pública: una protesta antigentrificación en la colonia Condesa que terminó en actos vandálicos, amenazas y pintas xenófobas, y la agresión verbal de una mujer que, al ser multada por la policía, respondió con insultos racistas y clasistas. Ambos eventos, separados en sus causas y contextos inmediatos, comparten sin embargo una raíz profunda: la normalización del desprecio hacia el otro, el uso del odio como recurso de identidad, y la creciente incapacidad colectiva para la convivencia en la diferencia.
No es menor lo que está en juego. La protesta antigentrificación surgió de un reclamo legítimo: el desplazamiento económico y simbólico que viven muchas colonias tradicionales de la ciudad ante el crecimiento desordenado del turismo, las plataformas de renta corta, y la especulación inmobiliaria. Esta transformación urbana, que convierte barrios en mercancía, arrastra consecuencias dolorosas: incremento de rentas, homogenización cultural, pérdida de comunidad. Sin embargo, lo que debería haber sido una discusión urgente y argumentada sobre modelos de ciudad, se convirtió en una escena de violencia sin rumbo, en la que encapuchados destruyeron negocios, pintaron consignas de odio y lanzaron piedras mientras gritaban “¡fuera gringos!” y “¡comercio local, nuestra capital!”. No hubo interlocutores. Solo rabia.
Detrás de estos actos no hay una causa que justifique el método. Hay, más bien, un discurso que reduce la complejidad del fenómeno urbano a una enemistad étnica o nacional, que asume que la solución al despojo es el destierro del extranjero. Esa lógica esencialista —el barrio para quienes nacieron en él, la ciudad para sus “auténticos” habitantes— enmascara formas peligrosas de exclusión. El problema no es sólo el acto, sino su justificación: cuando la rabia se nombra como resistencia, y la violencia como purificación del espacio, se abre la puerta al autoritarismo de los puros. Se olvida que muchos de los comercios afectados son también negocios locales, atendidos por trabajadores que no son beneficiarios de ninguna gentrificación. Se olvida que la ciudad, en su naturaleza más profunda, es cruce, mezcla, pluralidad.
En paralelo, el segundo episodio dejó al descubierto otro rostro de la violencia: una mujer, grabada en plena calle, lanzando insultos racistas a un oficial de tránsito que intentaba sancionarla por una infracción vial. “Negro”, “naco”, “los odio”, gritó con una furia que no busca defensa lógica sino afirmación de superioridad. La escena resulta tan cruda como familiar: el lujo del automóvil, el desprecio explícito, el convencimiento tácito de que el poder económico es salvoconducto para el maltrato. Este tipo de violencia no tiene ideología, pero sí historia. Se nutre del racismo estructural, del clasismo impune, de una jerarquización social que permanece activa, aunque ya no se nombre abiertamente.
Ambos casos, desde sus polos opuestos, revelan el mismo vacío: el reemplazo del argumento por el grito, de la politiquería por el insulto, de la deliberación por la agresión. Lo que se asoma aquí no es el debate social, sino su descomposición. Una sociedad que no ha resuelto sus fracturas de origen —la desigualdad, el racismo, el abandono del espacio público— empieza a producir nuevas formas de fascismo cotidiano. No hace falta una ideología organizada. Basta con el convencimiento individual de que hay quienes merecen ser excluidos, expulsados, agredidos por el hecho de ser distintos. Basta con que no pase nada.
La ausencia de consecuencias jurídicas y sociales frente a estos episodios es también un mensaje. En el caso de la protesta, la policía casi brilló por su inacción. En el caso de la agresora racista, no hubo sanción inmediata ni hasta ahora consecuencia. Esa pasividad del “no pasa nada” no es neutral: constituye una pedagogía del vacío. Enseña que el odio es tolerable si se envuelve en una causa o si lo emite alguien con suficiente estatus. Que no hay razón para contenerse, que la ley no opera, que el otro puede ser ofendido sin costo alguno. La ciudad, entonces, no se vuelve peligrosa sólo por quienes gritan o insultan, sino por quienes toleran, normalizan, aplauden o simplemente se alejan sin intervenir.
Adolfo Sánchez Vázquez advertía que incluso la tolerancia tiene límites. Hoy, esa afirmación resuena con fuerza en una ciudad donde la violencia simbólica se camufla de activismo o de privilegio. No toda protesta es legítima, como no toda queja es injusta. El criterio no puede ser la emoción, sino el respeto a la dignidad humana. Defender lo propio no implica agredir al otro. Luchar contra el despojo no puede convertirse en práctica de despojo. Protestar contra el racismo estructural no debe eximirnos de revisarlo en nuestras propias actitudes.
La Ciudad de México no está ajena a lo que ocurre en muchas metrópolis del mundo: tensiones sociales acumuladas, fracturas urbanas, desplazamientos, nuevas oleadas migratorias, resentimientos enquistados. Pero la diferencia la marca el modo en que decidimos responder. La ciudad, en tanto espacio compartido, no puede sostenerse sin un mínimo de respeto mutuo. No basta con exigir diversidad. Hay que aprender a habitarla. Y para eso, se necesitan reglas claras, instituciones que hagan valer la ley, medios que no normalicen la violencia, y una ciudadanía que no renuncie al diálogo.
Los hechos recientes son un espejo roto. En sus fragmentos se reflejan heridas que creíamos enterradas: el racismo, el clasismo, la xenofobia, el nacionalismo excluyente, el desprecio hacia el diferente. No basta con indignarse por separado. Es urgente unir los puntos, identificar las lógicas comunes, y reconocer que no se puede combatir una forma de odio reproduciendo otra.
Lo que está en juego no es el debate sobre la gentrificación o la movilidad urbana. Lo que está en juego es el tipo de sociedad que estamos dispuestos a construir. Una donde la dignidad sea negociable según el color de piel, el pasaporte, el barrio o el saldo bancario. O una donde la pluralidad no sea una amenaza, sino una riqueza compartida.
Si permitimos que el odio se vuelva paisaje, pronto no quedará ciudad que defender.