miércoles 08 mayo, 2024
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COLUMNAS COLUMNA INVITADA

Convierte tu soledad en solitud

 

La primera quincena de marzo fue la última de la Globalización, tal como la conocimos. El Coronavirus desmadejó al mundo moderno. No es que ahora nos vayamos a dirigir hacia un socialismo cool; más bien nos retraeremos a un feudalismo cuasi medieval, con xenofobia, nacionalismos, cierre de fronteras, desempleo y así. En ese contexto los desafíos emocionales de cada individuo serán mayúsculos, dado que el sino de los nuevos tiempos es el aislamiento y su acompañante incómodo: la soledad.

En el terreno de las emociones hay muchos malentendidos. Si hay algo que detesto al abordar estos temas, son las cursilerías. Creo que las actitudes motivacionales al estilo Rosita Fresita que asumen en muchos talleres de coaching, son lo que más aleja a la gente del trabajo espiritual.

Ponerse en modo John Lennon para enfrentar los desafíos de la vida, no me parece productivo ni sensato. Conozco adultos -muchos- que ante una crisis suponen que resolverán su dilema con tan sólo tararear Imagine, encomendarse a alguna virgen o a una estampita del “Detente”. Todas esas reacciones me suenan más bien a gente pasmada, que ante un reto mayúsculo aplica la política del avestruz: enterrar la cabeza en la arena.

Cuando tenemos problemas emocionales debemos ser prácticos. Es como dicen los japoneses: “Si tienes bien diagnosticado un problema, ya tienes el 50 por ciento de la solución”. Con esto me refiero a que debemos entender que cualquier disturbio emocional tiene su origen en nuestro interior, y que no obedece a ningún estímulo externo.

No es que el mundo sea hostil sino que yo no sé cómo gestionar mis temores. Dicho de otro modo: por muy agresiva que sea la realidad que me rodea, son mis reacciones las que me afectan o me protegen. Por ende, el remedio debe venir de adentro hacia afuera. ¿Cómo hacerlo?

La monotonía de la cuarentena ocasiona emociones difíciles de manejar: ansiedad, angustia, estrés, fastidio, aburrimiento y depresión. Todas esas sensaciones tóxicas conforman el gran estadío emocional que todo mundo teme: la soledad.

La soledad es sinónimo de vacío. Es aquel estado en el que estoy acompañado de la persona más alejada de mí: yo mismo. Sentir soledad es no encontrarle sentido a mi existencia, es haber perdido conexiones sentimentales que me mantenían ‘vivo’ (pareja, padres, hijos, estatus, negocios, diversión).

Mucho de eso nos está ocurriendo o habrá de sucedernos en los meses por venir. Debemos estar preparados para cuarentenas consecutivas (los expertos ya hablan de que el Covid podría mutar y aunque no lo hiciese, la reanudación de actividades implicaría el riesgo de una segunda ola de contagios hacia fines de año, en pleno invierno, cuando más influenza y neumonías se suscitan). Por lo pronto, parece que estamos condenados a seguir acuartelados hasta bien entrado el mes de junio, que ya es un enorme reto en sí mismo.

Por eso se hace necesario enfrentar nuestra soledad de manera enérgica. El gran problema de esa sensación es que somos nosotros mismos los causantes de la misma, como consecuencia de nunca habernos dado tiempo de atender nuestras necesidades espirituales, nunca habernos permitido concluir correctamente nuestros múltiples duelos del pasado, jamás haber enfrentado nuestros complejos ni traumas.

Pocos hacen el esfuerzo de buscar cómo, dónde y porqué surgieron esas distorsiones emocionales de las que tanto huímos permanentemente. No es sino hasta que una crisis nos orilla a enfrentarnos a nosotros mismos, que lo hacemos.

El adulto promedio, en lugar de afrontar sus disturbios psicológicos, lo que hace es fugarse en alcohol, trabajo, series de televisión, drogas, tabaco, comida, pornografía o relaciones codependientes. Es la típica persona que se refugia en una pareja dominante para que ésta le “remedie” los problemas de la vida. O aquel otro que, para no enfrentarse a sí mismo, adopta una pareja para ‘resolverle’ su existencia. Los primeros son evasores, los segundos son nalgasprontas.

La soledad, en síntesis, es tener a tu lado la peor compañía de todas: tu mismo, pues no te has dado tiempo de conocerte y apreciarte. En lugar de descubrir quién realmente eres, te has fugado. Crees erróneamente que no te gustaría lo que fueses a encontrar de ti mismo. Prefieres convivir con tu persona pero por encimita, con la atención puesta en el mundo exterior.

Hoy que estás obligado a convivir 24 por 7 contigo mismo, no te hallas pues se trata de dos perfectos desconocidos. Netflix no es suficiente para llenar ese silencio existencial.

La solitud, en cambio, es saberse acompañar uno mismo. Pero no se trata de asumir una actitud eufórica del “Sí se puede” o del “Dios conmigo, ¿quién contra nosotros?”. Va más allá. Es refugiarse en el silencio, acallar a la mente y escuchar lo que tu interior tiene que decirte. Es meditar.

La meditación no es una religión, es más bien un deporte pues sus frutos se obtienen mediante la práctica. Cuando aquietas a tu mente, apagas por un momento a tu parte racional, eso permite que aflore la espiritual y te diga cosas de ti mismo que hasta entonces desconocías. Te hace recordar a tu niño interior (infancia es destino), te lleva a contactar recuerdos y sensaciones tóxicas del pasado, que al traerlas de regreso a un nivel consciente, te permite liberarlas y sanar.

Al cabo de cierto tiempo, con la práctica de la meditación logras un estado de contento que, como dice el budismo, te permite estar “sin desapego a lo desagradable y sin apego a lo agradable”. Logras así una mayor libertad individual, que va más allá de lo material. Tu paz, tu motivación, ya no depende del mundo exterior, empieza a surgir desde dentro de ti. En ese punto has convertido tu soledad en solitud. La relación interpersonal más importante de tu vida es la que llevas contigo mismo.

Raúl Rodríguez Rodríguez
Analista y escritor
@rodriguezrraul
Ig raulrodrodmk

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