El pato murió. Estaba desconsolada pero no lloró.
Volvió el luto, ese silencio poderoso que todo invade. Se sintió pariendo una nueva nostalgia, combinación de recuerdos amables ahora ensombrecidos de tristeza, de asombro por lo que ya no está pero todavía se siente. Confusión.
Era un pequeño animalito que recién había visto nacer. Fueron sólo unas horas de convivencia cargadas de ternura, de expectativas: ¿cómo le saldrían las plumas?, ¿cuándo volaría? El patito, inquieto, corrió sobre el pasto torpemente, apenas manteniendo el equilibrio.
Fueron sólo unas horas. Amaneció inerte sobre la misma superficie verde que intentó dominar.
No hubo palabras. La garganta se cerró con honestidad, contrario a aquel día, cuando él también se fue en unas horas. Entonces, ella emitió un grito que sonó a mentira porque el espanto, es bien sabido, se roba el aire.
Luego calló y durante una semana la sorpresa se le salió por la nariz, transformada en gotas rojas y espesas, coágulos de desasosiego. La fuga fue involuntaria, pero comprensible, el golpe lo recibió de frente y a la cara.
Era increíble. Lo despidió esa mañana con la promesa rutinaria de verse en la noche. Unas horas después le avisaron. Romance incipiente, apenas encontrando el equilibrio, tambaleante.
Ni siquiera cuando estuvo en el forense para reconocer el cuerpo, lo creyó.
Desde entonces decidió que no haría luto. No tenía por qué hacerlo. Si todavía podía nombrarlo, estaba vivo y eso era prueba suficiente.
Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.