Aprendimos a jugar en el lote baldío ubicado al final de la calle en la que vivíamos. Éramos siete: Susana, mi hermana mayor; los hermanos Felipe, Rosita, Caro y Miguel Huerta; Julio Vázquez y yo.
Nos daban permiso para salir después de haber hecho la tarea y hasta antes de que se pusiera el sol. Casi siempre empezamos con “bote pateado”. Yo iba a rastras de la mano de Susana que corría a toda velocidad para esconderse siempre detrás del Valiant gris, el punto de reunión con Felipe, que aunque no quisiera aceptarlo, era su novio. Los vi cuando, escondidos detrás de la defensa del auto y dándome la espalda, disque para que no me diera cuenta, pegaban sus labios por varios minutos. Me aburría de verlos y entonces, en varias ocasiones provoqué que nos encontraran, asomando un zapato hacia la mitad de la calle.
Mi hermana me regañaba, no tanto por haber sido descubierta, sino por interrumpir su romance. Yo creo que por eso a ella y a Felipe les gustaba jugar a “la casita”. Siempre fueron esposos y yo su hija. La verdad es que a todos nos gustaba ese juego, imaginarnos a futuro como adultos en forma de amas de casa, haciendo la “comidita”, los hombres al trabajo, los niños a la escuela y las madres lidiando con sus pleitos.
Yo era de las menores, tendría unos seis años, por eso mi papel nunca varió, fui “hija” de mi hermana y a veces, cuando ella y Felipe se enojaban, Rosita era mi madre.
Cada familia construía su casa juntando rocas para delimitar los espacios. Felipe y Susana no paraban de besuquearse mientras armaban la cocina o el estudio. Tenía su lado bueno, porque me dejaban sola construyendo mi recámara, que era el espacio más grande. Cualquier intento por reducirlo era silenciado por la amenaza de que fuera a contarle a mi madre lo que veía que ellos hacían en su pequeño cuarto del lote baldío.
Pero lo más emocionante era el “elevador”, una gran piedra en la que cabíamos cuatro niños. Por estar en un terreno irregular, se balanceaba alcanzando inclinaciones de casi cuarenta y cinco grados cuando, en el desorden, se subían más niños que el cupo establecido por nosotros mismos para mantener la piedra en equilibrio.
Apenas ponía un pie sobre la piedra, el estómago se me encogía. Me tomaba de la mano de Susana con fuerza, apretaba los párpados y esperaba el vaivén. Al sentir el balanceo, me reía de nervios y alegría. Esa sensación del cuerpo dejándose llevar de un lado, cayendo y cayendo y, justo antes del final, volver a subir y volver a caer hacia el otro lado.
Al caer la tarde interrumpíamos el juego con algo de suspenso a resolver en la siguiente jornada: un pleito entre los adultos o la enfermedad de alguno de los niños. De eso no me enteraba bien. Yo decía que sí a todo, siempre y cuando hubiera lodo suficiente para hacer mis guisos y salidas imaginarias a parques, doctores, escuelas y fiestas que provocaran un nuevo balanceo en la gran piedra.
Acordado el final del capítulo, cada familia subía al elevador, salíamos del lote baldío y volvíamos a nuestros papeles reales: hermanos, vecinos, hijos.
De regreso, me trepaba en los hombros de alguno de los más altos para alcanzar las flores que asomaban por encima de los muros de las casas. Me estiraba lo más que podía para poder tocarlas y luego hacía un esfuerzo más para ejercer presión sobre el tallo y cortarlas. A veces fuimos sorprendidos y corríamos a toda velocidad, yo a horcajadas de alguno.
Eran tiempos en los que, al llegar, la cena estaba lista, mi madre esperando a que nos pusiéramos la pijama y nos laváramos las manos para sentarnos a la mesa. Tiempos en los que, ya en cama, mi padre nos leía un cuento y al día siguiente nos apuraba para llevarnos a la escuela; pasteles, payasos y magos en los cumpleaños y mi madre recargada bajo el marco de la puerta sonriéndonos con ternura y mirando con nostalgia.
Día tras día el mismo juego.
Una tarde la mamá de los Huerta nos vino a buscar al lote baldío. Hubo quejas y berrinches porque nos cortaron la escena antes de tiempo. Yo, con las manos embarradas de lodo, no entendí nada. Mi hermana, que en ese momento no era mi madre, ordenó que nos fuéramos. No hice caso porque el chiste era obedecer sólo a nuestros padres, así que Rosita tuvo que continuar la farsa, sugiriéndome, en el tono dulce que se espera de una madre, que ya nos fuéramos.
No me quiso dar la mano para no ensuciarse. Me descontrolé un poco. Eso no se espera de una madre. El grupo se adelantó sin subir al elevador. Yo no. Quise cumplir con el ritual completo, pero no pude balancear sola la gran piedra.
Después hice un berrinche porque nadie quiso subirme a sus hombros para alcanzar las flores. Arrastraban los pies y me regañaron por “molona”. Ya no me hablaron. Los seguí en silencio, llorando, ya verían cuando los acusara con mi madre verdadera.
Pero era ella quien lloraba cuando llegamos a casa. Mi tía Herminia, que casi nunca iba, estaba ahí en una sorpresiva visita. Fue la única sensible a mi sufrimiento. Notó mi desasosiego y me llevó a la cocina para darme una paleta helada que me tranquilizó.
Mi madre, que nunca dejó que entráramos a la sala con comida, esa tarde no me regañó por sentarme en uno de los sillones con la paleta helada escurriéndome en la mano. Susana se sentó aparte, mi tía a mi lado y, en un gesto raro en ella, puso su brazo sobre mis hombros. Mi madre habló.
La noticia fue breve: mi papá no regresaría.
Me reí con la broma, eso no era posible. Susana se quedó muda. “¿Cómo?”, fue lo único que preguntó en un susurro. Mi madre repitió la noticia sin dar respuesta a la pregunta y se fue a la cocina.
Mi padre no llegó esa noche a leernos un cuento. Nadie llegó. Era como si el sonido se hubiera fugado, la luz, el aire. Yo sólo escuché los sollozos de mi hermana en la cama de al lado. Los de mi madre, detrás del muro.
Día tras día el mismo llanto.
El juego terminó. Empacamos. Los vecinos entraban y salían ayudando con la mudanza.
“¡Hija!”, me dijo sonriente Felipe, mi padre del lote baldío. Corrí a abrazarlo, me colgué de su cuello pero ya no me reí.
–Mejor llévate a esa niña a algún lado, porque ahorita estorba– escuché que mi madre le pidió a Felipe.
Entonces volvimos a la calle, por última vez.
Me cargó sobre sus hombros y no pude cortar flores porque ya no había. Llegamos al final de la cuadra, al lote baldío. Nuestra casa delimitada con rocas seguía en pie, con sus muros imaginarios. Entramos y me pidió que le hiciera un pastel pero no tuve ganas. Ni lodo había, el terreno estaba seco, esperando el invierno.
Estuvimos en silencio. Antes de irnos le pedí que fuéramos al elevador. Me tomó de la mano y subimos a la gran piedra. Caminó de un lado a otro para iniciar el balanceo. El estómago me tembló de miedo. Imaginé que ahora sí caeríamos sin posibilidad de levantarnos porque estábamos solos.
Felipe corrió de un lado a otro, la inclinación fue cada vez mayor pero sólo logró un balanceo moderado. Sonreí conmovida con mi supuesto padre y le agradecí que me acompañara en ese último juego.
De regreso en casa, nos sentamos sobre la alfombra, donde no estorbáramos a los de la mudanza y le pedí que me contara un cuento.
Me contó que Valeria, la protagonista de la historia, que tenía mi mismo nombre, era una niña feliz, que comía bien, estudiaba, era buena y obediente.
Le sonreí con ternura. ¡Pobre Felipe!, no sabía que yo ya había aprendido la diferencia entre el juego y la realidad.
Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.