Historia de los maestros rurales.
Todavía escucho el tuutuuú a su máxima potencia, anunciando la llegada del tren a Tilapan, Veracruz. Veo aún a las mujeres rollizas y morenas cargando sus canastas de tacos para recibir a los pasajeros. A veces llegaban por tren, otras a caballo y muchas más caminando. Así se accedía a esta congregación-ranchería, perteneciente al municipio de San Andrés, Tuxtla. Allá, en Veracruz.
Recuerdo que a quienes, con más entusiasmo, esperaban al doctor “Chepe”, de la pequeña clínica, y al maestro en turno de la escuela, el “Lic. Ángel Carvajal”. De la maestra Cándida, su rostro lo veo de forma nítida: moreno y una mirada dulce. Del profesor Cañas y Gilberto Honorato, sólo sus nombres. Tenía cinco años de edad y como sabía leer y escribir, me admitieron en primer año de primaria. En ese entonces, no había que tener una edad reglamentaria para acceder a la primaria, según me explicaron después.
La escuela, rodeada del verde natural de matorrales y árboles, tenía unos cuantos salones. Ahí nos repartían a los niños de primero hasta el sexto año de primaria. Nos turnaban de salón y teníamos que asistir a los dos turnos: matutino y vespertino. Éramos poquísimos alumnos y un sólo maestro se encargaba de los dos turnos y los diferentes grados escolares. Mi memoria me traiciona, pero lo recuerdo así: explicaban en el pizarrón, dejaban planas (creo de vocales y consonantes); y se iban con los otros niños de otros grados. Eso sí, nos mezclábamos a hora del recreo.
Se me pierden las imágenes de allá, a principios de los 70. Pero lo que nunca que me va a olvidar, es la alegría que despertaba a la llegada del maestro. A alguno todavía lo recuerdo con su guayabera blanca impecable, y sus zapatos enlodados de tanto caminar, o porque fallaba el tren, o porque no había caballo disponible.
En las contadas casas que había en Tilapan, se les invitaba alguna de las tres comidas del día. Me dicen ahora que porque a muchos no les llegaba su pago –en las rancherías tampoco hay mucho que comprar–, o porque simplemente era la forma de agradecerles su enorme compromiso con la enseñanza de los niños de la zona. Sabían de su sacrificio y entrega; que no les importaba caminar por horas bajo los rayos fulminantes del sol o entre los lodazales producto del clima tropical que impera en la zona.
Los tilapeños no sabían si el maestro en turno era sindicalizado o si tenía plaza. Lo único que les importaba era que la escuela no estuviera mucho tiempo sin maestro. Se les llegaba a estimar tanto, que era común verlos en cualquier celebración o reunión. Se les festejaba su cumpleaños. Eran considerados hasta como consejeros. Se les consultaba no sólo asuntos educativos. Eran una guía de los ciudadanos. Maestros abnegados y comprometidos con la problemática de las comunidades. Me dicen que orientaban hasta en temas salud.
Ante el conflicto magisterial que actualmente se está viviendo en Oaxaca, Chiapas y Guerrero, que parece por lo pronto no tener fin o por lo menos un fin terso, recuerdo con mucha admiración a la maestra Cande, el profe Cañas y Gilberto Honorato. Sé que muchos maestros en este país comparten con ellos la vocación y convicción por la enseñanza, aún en las adversidades.