Por. Boris Berenzon Gorn
La muerte para aquél será terrible
con cuya vida acaba su memoria,
no para aquél cuya alabanza y gloria
con la muerte morir es imposible.
LOPE DE VEGA
El día 24 de septiembre, partió de este mundo Israel Katzman, cuyo legado para la historia de la arquitectura y del arte en México, prevalecerá tanto en sus obras como en las enseñanzas que dejó a sus alumnos a lo largo de toda su vida. Sin duda, la comunidad académica lo recordará con aprecio y gratitud, y constituirá un punto de partida en la investigación de la historia del siglo XIX por muchos años. Pero voy a darme una licencia que va más allá de ese innegable legado académico, que es producto de arduos años de trabajo y de una visión ortodoxa de la academia, que contrasta con la visión heterodoxa con la que vivía. Israel Katzman fue un miembro de mi familia, un hombre de quien guardo pocos, pero significativos recuerdos, que constituyen memorias incomparables en mi vida. Él llegó a México en 1949 y su primera esposa fue Carmela Godoy, a ambos los recuerdo con la admiración y la simpatía de la niñez. Metáfora de ello fue el día que a mis 26 años la tía Carmela sacó de su misal diario una foto mía que la acompaño por más de veinte años en sus rezos diarios.
En el área de la historiografía, su cercanía con Luis González y González, de quien era compañero de cuarto, con su esposa Armida de la Vara y con Jorge Gurría Lacroix, marcaron buena parte de su obra, pero además se extendieron al plano personal y amistoso. Sin duda alguna, era la consecuencia de una vida dedicada a la investigación, mezclada con una pasión profesional profunda y seria. Por mucho tiempo se mantuvo en la Universidad Nacional Autónoma de México, pero al alejarse, su vocación como investigador jamás cambió. Había en él un compromiso inquebrantable con hacer de la investigación, lo mismo una pasión académica como un medio de vida.
Tuve el honor de contar con su cercanía profesional. En algún momento me dio a revisar su obra teórica, que no sólo era impecable, sino que además reflejaba el inmenso trabajo y cuidado cuasi obsesivo al detalle que lo distinguió. Debo admitir que, al ser un positivista tan consagrado, un hombre de derecha con diversas posturas conservadoras, nuestras orientaciones teóricas eran distantes, lo que no impedía de ningún modo el reconocimiento mutuo y la profunda admiración que siempre me despertó como profesional y como ser humano. Mi tío me despertaba un orgullo natural, el mismo que sentí cuando en el año 2000 la Universidad Iberoamericana lo condecoró con el “Premio Gallo”, que sin duda fue un galardón más que merecido.
Es imposible describir la sensación que los seres humanos experimentamos ante la finitud de la vida de nuestros iguales. Las palabras se vuelven insuficientes para expresar el vacío, pero el legado de una vida acompaña a quienes la compartieron. Somos los recuerdos y las palabras, somos las memorias de nuestros seres amados. Somos, en definitiva, ese cúmulo de existencia amalgamada en donde el nombre de quienes nos acompañan se queda grabado para siempre. Mi madre, mi abuela, mi tío José, mis hermanos, mi prima hijos y sobrinos, compartimos hoy un mismo dolor, una misma y profunda pérdida ante la irreparable partida de un hombre cuya valía enorgullece a todos. No sé si fue feliz. ¿finalmente que es la felicidad? Pero fue pleno y obsesivamente congruente y claro.
Pero en la memoria seguirá con nosotros cada día, Israel Katzman, mi tío como una diáspora más de mi novela familiar, sabiendo que en algunos momentos huelen a una orfandad reciclada que hay que trascender.