No todo está perdido, yo vengo a ofrecer mi corazón, reza la famosa canción de uno de mis más admirados compositores, el Señor Fito Páez.
La psicología inversa funciona muy bien conmigo y mi familia lo sabe, tanto que ya nadie me preguntan ¿en dónde voy a pasar la Navidad y el Año Nuevo? Ya ni siquiera me cuestionan si voy a poner arbolito o cosas así.
Si el año fuera para mi una cena de muchos tiempos, diciembre es ese postre que siempre está de más, ese pastel de tres leches comercial, lleno de betún, con una cereza descolorida y que sabes que te tienes que comer por compromiso o por gula, pero que te va a caer como bomba, es pegajoso, eterno, frío y empalagoso hasta decir basta.
No hay nada que mi corazón más ansíe que despertar y que ya sea por ahí de marzo, la depresión post navideña me pesa más que la fiesta en sí; diciembre es para mi un largo pasillo de tienda de autoservicio a las diez de la noche, desolado, lleno de artículos para los que no me alcanza el dinero y con aberrantes villancicos de fondo en una bocina descompuesta.
Por cierto, si me pidiera el gobierno a mi una estrategia para que la gente no salga a la calle, sería justo esa, poner villancicos con grandes bandas en inglés en todos los altavoces de la ciudad, ¡imposible que yo salga de mi casa!
De todo lo malo que ha traído el COVID, puedo decir que por lo menos tengo el pretexto perfecto para no ir a ninguna reunión y quedarme en mi cueva esperando como partisana que esto termine.
Existen agravantes a la época, como el aniversario luctuoso de John Lennon, quien hace 40 años perdiera la luz de la vida, acribillado en la entrada de su casa por alguien a quien seguramente tampoco le gustaba diciembre y que desde entonces nos hayamos quedado en este mundo con ese sentimiento de orfandad, con ese vacío y esa impotencia de entender lo efímeros que somos, lo frágiles y lo expuestos que nos vuelve brillar.
Todo el día me dediqué a rendir un personal y humilde homenaje a su música y a su mensaje, y mi terrenal entendimiento no puede dimensionar por qué esa costumbre de los humanos de destruir todo lo bueno que crece sobre la tierra.
Todos los años digo que ya no voy a poner árbol de Navidad, precisamente por eso, porque me parece una arbitrariedad que por nuestra real y caprichosa gana, millones de árboles sean condenados a morir de calor, de sed y aparte cargando en sus pobres ramitas cientos de esferas ridículas.
Mis hormonas decembrinas que son las peores del año, me dejan al descubierto todos los abusos que cometemos en contra de la naturaleza, toda la basura extra que generamos, la contaminación innecesaria, el gasto excesivo de luz y todo lo que hacemos para que parezca que somos generosos y felices cuando en realidad nos caemos cada vez peor.
Convencida estaba de eso, pero lo vi hoy en el supermercado, era el último, ya tenía descuento sobre descuento, pero nadie se lo quería llevar, seguramente porque no era muy alto ni muy frondoso y sus pocas ramas lucían bastante rascuachonas, y claro, mis vacíos existenciales se reflejaron y no pude resistir el impulso de traerlo a casa, sentí muchísima tristeza por él, que feo es que nadie te escoja, que te vayas quedando solo y termines en la basura sin que tu muerte haya valido la pena.
Así es que le puse hielos en la base y pocos adornos, focos no, porque me imagino que si a mi me echaran encima cinco metros de foquitos intermitentes, me parecería una crueldad.
Al final, lo que no me gusta de la temporada decembrina es tanta presión, por convivir, por estar, por verse bien, por demostrar generosidad y empatía.
Pero en el fondo, cuando veo los centros comerciales llenos de gente buscando algún regalo pienso en que tal vez no somos tan malos ni tan insensibles, ni tan egoístas, que es simplemente que no lo sabemos expresar y estamos esperando la oportunidad para poder regalar algo, algo material pero que lleve implícito un buen deseo, una muestra de cariño, desde niños nos enseñan a hacer galletas, a llenar bolsitas de dulces, a hacer manualidades para nuestras madres y crecemos con esa tradición, que en el fondo no es obligatoria para nadie y menos este año de escasez económica.
Pero el gusto por compartir, por preparar una cena, incluso por participar en proyectos para llevar regalos a gente que no conocemos nos llena de ilusión, por consentir a nuestros hijos, por honrar a nuestros padres, por no saber que no debería haber una fecha especial para regalar y regalarnos pero que nuestra incapacidad para reconocernos vulnerables nos marca sólo de cierta manera y está bien.
Que sigan pasando los años, por muy complicados que sean, siempre tendremos ese pequeño consuelo de sentir la obligación de estar en familia, de ver a los amigos, de entrar a algún intercambio, de brindar por lo que vendrá, porque en el fondo lo queremos hacer, morimos por hacerlo, pero somos animales de costumbres que necesitan una ocasión, un título y un permiso para decirnos cuánto nos queremos.
Los pretextos sobran siempre, los villancicos me siguen pareciendo un exceso, el gusto por ser comunidad, por tener identidad, por mantener nuestras tradiciones, es lo que nos mantiene unidos y fuertes.