Casi por cualquier actividad pudieran desatarse historias catastróficas…
Iba ya rumbo a mi trabajo, escuchando las noticias –como es mi costumbre–. Empezaron a dar un cable de último momento: un chico había disparado con arma de fuego a su maestra y algunos compañeros de escuela. Lo primero que pensé obedeciendo a prejuicios hechos desde la infancia, fue que el hecho se suscitó en Estados Unidos. No es la primera vez que una tragedia así ocurre y todos hemos visto películas como “The Elephant” y “Necesito que hablemos de Kevin”, sobre este tipo historias escalofriantes.
Conforme fue llegando la información y para mi sorpresa, al igual que la de todos los que nos estábamos enterando de la noticia en ese momento, el suceso ocurrió en nuestro país, en Monterrey, en una escuela particular, muy parecida a la que asisten mis hijos o cualquier escuela cercana.
Los datos eran todavía imprecisos y tengo que confesar que a pesar de estar transitando por uno de los meses que serán recordados como más complicados en la historia de nuestro país, cuando parecía que el gasolinazo, el pesado cierre del 2016, la más empinada, que nunca cuesta, de enero, la inminente llegada de Donald Trump a la presidencia del país más poderoso del mundo, las recientes balaceras en Playa del Carmen y Cancún, la denuncia de tratamientos de quimioterapia falsos en Veracruz, el cierre de la planta de Ford y una serie más de sucesos que nos tienen a todos indignados y profundamente lastimados, no pensaba que pudiera haber una noticia ni peor ni más dolorosa, no sé si porque no somos los actores directos de los hechos anteriores y en nuestro ya oficial papel de victimarios, podemos siempre mostrarnos indignados y ofendidos.
No he podido encontrar un minuto de paz, mis anteriores episodios de ansiedad tocan insistentemente la puerta, tengo que confesar que lamentablemente vi el famoso video que alguien sin escrúpulos infiltró en las redes sociales. En mi defensa diré que no lo busquó y que no sabía de su existencia; me lo envió por whatsApp un conocido que acostumbra siempre mandar videos graciosos o motivacionales.
Son tan rápidas e inesperadas las imágenes que en lo que entendí de lo que se trataba, ya era demasiado tarde, éstas habían quedado para siempre en mi memoria. Pero con no haberlas visto cambia la historia, no se borra la realidad, una realidad que duele como algo propio, porque se trata de la sociedad, se trata de nosotros.
Durante todo el día he visto y escuchado cualquier cantidad de opiniones, denuncias, aseveraciones, señalamientos, las redes sociales llenas de opiniones de gente que acusa a los padres por su falta de atención a los hijos, a la televisión y el cine por sus escenas violentas, a las autoridades por su falta de seguridad y vigilancia. Hay quien casi asegura que el chico que disparó seguramente no contaba con la atención de sus padres, o sufría de bullying y otras tantas suposiciones que hace la gente, buscando hacer de este asunto algo lejano, aconsejan con el dedo en lo alto poner atención a los adolescentes, no ver películas ni narcoseries.
No creo que alguien, ningún padre pueda ser culpable de una situación como esta. He pensado en mi propio desempeño como madre, en mi afición a las películas de Gangsters, en el gusto de mi hijo por los videojuegos, incluso en las pistolas de balas de gomas que han recibido como regalo en sus cumpleaños, en tantos niños que he conocido con serios problemas de agresividad y convivencia, en la historia de cada familia que pudiese ser un detonante para una tragedia así.
Estoy segura que en cada hogar ocurre algo que pudiera ser señalado, en caso de resultar algún día involucrados en una tragedia de esta magnitud. Hay padres que gustamos de las corridas de toros, hay otros que trabajan y se ven obligados a dejar a sus hijos solos en las tardes, o lo hacen para ir a hacer ejercicio o practicar algún hobbie. Hay muchos que aguantan silenciosamente o no la violencia intrafamiliar.
Pudieran culparnos por ir al cine con nuestros hijos a ver películas de ficción, o hablar mal del vecino, o del árbitro, o de los diputados o por llevarlos al Gotcha o a tirar con arco, casi por cualquier actividad pudieran desatarse historias catastróficas y por eso no creo que haya nada que justifique algo como lo que ocurrió en Monterrey. No sabemos en realidad si se trataba de un niño con alguna enfermedad mental como bipolaridad o esquizofrenia.
El simple hecho de pensar en un dolor así, desde la perspectiva de un padre o madre, es enloquecedor.
Sue Klebold madre de Dylan Klebold, quien en compañía de su amigo Erik Harris mataran a 13 compañeros y posteriormente se quitaran la vida en La Universidad de Columbine, hace 20 años, platica aún en entrevistas lo que fue su vida, cómo vivió los sucesos; ahora, a la distancia sigue sin entender que fue lo que pasó, lo que hizo mal, en qué momento le dio menos tiempo a un hijo que a otro o le hizo un pastel de cumpleaños más grande al mayor o que permitió que su hijo viera en la televisión, o porque no se dio cuenta de las señales. Ha sido, desde entonces, blanco de ofensas y agresiones. Tuvo que soportar la humillación de ver la foto de su amado y fallecido hijo en las portadas de las revistas, siendo llamado “Monstruo”. Fue objeto de todos los juicios imaginables. Jamás volvió a vivir en paz como si el hecho de perder a un hijo no fuera suficiente para volverse loca del dolor.
Se activa nuevamente el programa “Mochila Segura”. Dijera mi abuelita: Ahogado el niño, a tapar el pozo. Llueven los mensajes en los que se aconseja acercarse a los hijos, darles amor, hablar con ellos, dando como un hecho que alguna de estas carencias fue la que originó el problema, volviendo a nuestra vieja costumbre de ver la paja en el ojo ajeno, saciando con la venia sagrada nuestra necesidad de morbo y permitiéndonos opinar sobre los valores o la ausencia de éstos en los demás hogares.
Bárbara Lejtik. Lic. en Ciencias de la Comunicación.