“Parece un sueño que una mujer no sólo pueda votar, sino ser votada”.
Estamos a horas de que pueda ocurrir un acontecimiento histórico: que por primera vez una mujer asuma la posición política número uno de Estados Unidos y, por lo tanto, la de mayor poder a escala global.
Si Hillary Clinton llegara a ser elegida Presidenta, sería la quincuagésimo tercera jefa de Estado en el mundo actual. Según el World Economic Forum Gender Gap Report de 2015, al momento de su publicación, 52 mujeres eran cabeza de gobierno. No obstante, destaca un dato relevante: a pesar de ostentar el mismo puesto, su grado de poder varía enormemente. Algunas de ellas sólo representan puestos ornamentales; otras son herederas del poder masculino familiar. Otras más han participado del poder por muy poco tiempo, incluso dos días. Algunas son o han sido jefas de Estado de minúsculos países, sin influencia alguna en este mundo globalizado. Existen excepciones, como Theresa May, quien fue electa primera ministra del Reino Unido hace poco, y Angela Merkel, la canciller alemana por el Partido Democristiano desde 2005.
La candidatura de Hillary Clinton ha sido bandera del feminismo. Ante la frase “la primera mujer que será presidente en Estados Unidos”, se levanta la bandera del “empoderamiento femenino”. No obstante, la experiencia en comparación con la realidad no ha sido tan alentadora. Dilma Rousseff y Cristina Fernández de Kirschner, que representaron ese empoderamiento de la mujer en la punta sur del continente, terminaron mal su mandato (en el caso de la brasileña ni siquiera concluyó el periodo para el que fue electa). Michelle Bachelet, presidenta de Chile por un segundo periodo, atraviesa por el peor momento de su popularidad, envuelta en una serie de denuncias por corrupción.
A pesar de ello, no se puede denostar la batalla que ha tenido que dar Hillary Clinton. En un país donde la lucha contra la discriminación de la población afroamericana tuvo repercusión mundial, llegó primero al poder un hombre afroamericano que una mujer. En 1972, la afroamericana Shirley Chisholm lanzó su candidatura como precandidata del Partido Demócrata a la presidencia. Anteriormente había sido la primera mujer negra electa como representante al congreso nacional, en 1968. Posteriormente ella declararía sobre su experiencia en el Congreso: “cuando competí para el Congreso, cuando competí para la presidencia, encontré más discriminación por ser mujer que por ser negra. Los hombres son hombres“.
Efectivamente, los hombres son hombres y una mujer investida de presidente corre un riesgo: Clinton puede ser igual a cualquier hombre en Washington. Es por ello que su probable llegada al poder está revestida de una gran trascendencia para las mujeres, en un continente donde el siglo pasado se daban las batallas para que las mujeres pudiésemos votar. El movimiento sufragista en EU logró ese derecho en 1920; en Ecuador y Puerto Rico, en 1929; en Brasil y Uruguay, en 1932; en Cuba, en 1934; en México fue posible en 1953, en Colombia a partir de 1954 y en Honduras, Nicaragua y Perú, desde 1955.
No se puede negar que parece un sueño que una mujer no sólo pueda votar, sino ser votada, y ocupar el cargo de mayor impacto a nivel mundial. Sin embargo, el hecho de que una mujer ostente una posición de poder no implica que ese poder será utilizado en pro de la equidad ni que sus políticas tendrán visión de género.
Pero no es hora de tener una visión pesimista. Los primeros pasos ya están dados. El día de hoy yo, como muchas, tienen la oportunidad de soñar con aquello que sus abuelas jamás imaginaron. Pero la batalla no acaba con el ascenso de Hillary al poder. Un sueño hecho realidad sería que el día de mañana la batalla por el empoderamiento femenino ya no sea necesaria. Que la llegada de una mujer al poder no sea inalcanzable y que las políticas con visión de género no tengan que estar buscándose. Un mundo donde cada mujer sea empoderada y sea la única que decida su propio destino. Hasta entonces, esta batalla continuará.
Saraí Aguilar | @saraiarriozola
Es coordinadora del Departamento de Artes y Humanidades del Centro de Investigación y Desarrollo de Educación Bilingüe en Monterrey, Nuevo León. Maestra en Artes con especialidad en Difusión Cultural y candidata a doctora en Educación.