¿Para qué quiero saber, a las cuatro de la mañana, qué hacer con mi vida?
Faltan apenas tres minutos para la salida del autobús y dudo. Ya me cansé de tanto ir y venir del pueblo a la ciudad -mi ciudad- y de vuelta al pueblo, mi refugio.
Entré corriendo a la estación con el boleto en la boca, como un perro. Con la mano izquierda sujetaba mi mochila con ropa y en la otra, mi bolsa. Sobre el hombro derecho, la maleta de la computadora colgando y haciendo crujir la clavícula. Aunque el equipaje era el mismo, sentía que su peso crecía con cada viaje.
El chofer del camión encendió la marcha pero los pasajeros, apenas unas cinco personas, no subimos de inmediato porque no hay quién recoja los boletos.
Miro mis pantalones de mezclilla. Los más viejos que tengo y que últimamente son los oficiales de la carretera. Me siento, mejor dicho, me desplomo sobre el suelo ardiendo -qué importaban unas cuántas almorranas más-, coloco las maletas a mi alrededor, acalorada, me sujeto el cabello con una liga, respiro apenas y observo las montañas a lo lejos.
Necesito descanso. El cuerpo pesado, los párpados ligeros. El insomnio es el responsable. Ese monstruillo que se empeña todas las noches en colarse por las pupilas y luego enredarse en mi cerebro con preguntas fuera de lugar. ¿Para qué quiero saber, a las cuatro de la mañana, qué hacer con mi vida? A esa hora lo único que tendría que hacer es dormir.
Me gusta este pueblo. Ya hasta le tengo cariño a la estación. Una construcción muy simple con cuatro mostradores correspondientes a igual número de líneas de camión. Los empleados disputándose a gritos a los escasos viajeros. A mí me gusta no tener que hacer filas. En la parte trasera están los andenes sobre un pasillo abierto a un patio mediano bardeado con paredes de ladrillo. Nunca hay más de cinco camiones estacionados y tampoco pasan de una veintena de personas esperando abordarlos. Todos lucen tranquilos, como mimetizados con el ambiente del lugar. Disfruto sentarme aquí mirando a las montañas por encima de la barda.
Desvío la atención hacia una señora que carga con decenas de canastas y me burlo de mí misma. ¿Cuánto pesarán? Porque a leguas se diría que va y viene con canastas a diario para la venta. Yo no viajo tan seguido. Una vez a la semana: cuatro días en el pueblo y tres en la ciudad, esa ciudad de la que hui y en la que ingenuamente pensé que dejaría al monstruo.
Lo abandoné de madrugada, él ya se había dormido, yo no. Así, de puntitas para no despertarlo, empaqué y me mudé. Al principio creo que no me pudo encontrar porque dormí como una bebé por meses, pero una noche de vino y estrellas, de silencio y suave viento cálido, apareció de nuevo con sus preguntas.
“¿Por qué estás tan triste?”, dijo con esa sonrisita irónica que provoca que se me salgan las lágrimas como respuesta.
Yo creo que en una de esas idas a la ciudad se subió conmigo al camión. Esta temporada de juntas y más juntas en las oficinas centrales amenazan con vencerme. Desde la ventana del camión observo los barrios pobres que se encuentran a las orillas de la ciudad anunciando el caos, ese caos que amé y que estuvo a punto de aniquilarme. Veo los ejes viales y algunas calles que he recorrido a punta de risas estridentes que crearon la ilusión de felicidad; calles que hoy son recordatorio brutal de que nada es eterno.
Pero las montañas sí. Ellas siempre están. Las veo desde aquí, desde el suelo. En primavera dan un tono verdoso y en invierno se ven grises, contrastando con el cielo más azul que haya visto.
Cuando regreso, cansada de trabajo, cansada de buscarme en mi lugar y no verme más ahí, me reciben en calma, casi puedo sentir que me acarician y me recargo en la ventanilla como si fuera en sus faldas hasta que el camión se estaciona y bajo a respirar de nuevo el aire puro.
Un aire que empiezo a contaminar de angustia porque este ir y venir entre el pasado y el presente, no me ha dejado espacio para imaginar un futuro y otra vez el monstruo, que ya no sólo aparece en las noches, pregunta si eso existe, es más, me mira retador orillándome a elegir entre la tranquilidad y la alegría.
Estoy dudando; giro el cuello de un lado a otro intentando relajarme. Hacía tanto tiempo que no escuchaba esa palabra, esa que precisamente con su ausencia motiva mi búsqueda, la espero en vela: alegría.
Mis compañeros de viaje empiezan a subir al camión. Siento los ojos de fuego.
Me quito el boleto de la boca. Está un poco babeado. Miro a las montañas, el cielo azul. Escucho que a lo lejos anuncian la salida hacia la ciudad.
Miro otra vez el boleto. Estoy tan cansada, pero por fin respondo.
Quiero paz. Rompo el boleto. Me levanto del suelo. Cancelo la junta, la búsqueda, la expectativa, esa como piedra que llevo cargando, ese estorbo que no me deja dormir y espero poder diluirme en el presente.
Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.