Una cita llena de espasmos y dulce sabor a aventura.
Se miró una vez más en el espejo. Era una tarde calurosa, pero no quiso ponerse la falda que compró para la cita, ¿qué tal que Arturo la veía? Le sudaron las manos. Caminó a prisa, angustiada, verificando con constantes miradas hacia atrás, que no la siguieran. Palidecía cada vez que una camioneta azul cruzaba por la avenida y con un rápido vistazo a la placa del vehículo, confirmaba que no era él. La cara hacia el sol pidiendo clemencia, un respiro profundo para apaciguar el agitado ladito del corazón y volvía a andar.
Una cuadra antes de la cafetería se detuvo. Prendió un cigarro y se secó las gotitas de sudor en la frente, producto del nerviosismo y la casi corretiza que pegó para llegar hasta ahí. Siempre huyendo. Dio una última fumada, tiró la colilla y checó su imagen en el aparador que tenía a un lado. Resignada, aplacó un poco el cabello con las manos y reanudó su marcha.
Lo vio de inmediato. Antes de acercarse a la mesa, revisó todo el sitio con la mirada. Nadie conocido. Lo saludó de beso y aspiró su loción. La de Arturo olía mejor, pero ésta era agradable. “Relájate Carolina, disfruta”, se dijo mientras tomó asiento en la silla que tenía vista a la puerta. Vigilaría las entradas y salidas y, en caso de peligro, podría escabullirse rápidamente.
Por fin, puso atención a su interlocutor. Jerónimo era un hombre simpático, buen conversador, atractivo. Carolina cedió un poco en su angustia y se sumergió en la charla de su compañero hasta que sus manos se rozaron por accidente. Ella retiró la suya de súbito, como si hubiera sentido una araña. Se regañó por haber “bajado la guardia”, luego se avergonzó de su reacción y sonrió como si nada pasara.
Continuó la plática, las bromas. “¿Hace cuánto tiempo que no me reía así?”. Y enseguida la memoria le dio la respuesta envuelta en tristeza. “Arturo, nuestras carcajadas, complicidad”.
¾¿Estás bien?¾preguntó Jerónimo al notar la turbación.
¾Sí, sí, y luego, ¿qué pasó?
¾Hay un secreto, respondió juguetón el pretendiente. Se acercó a la oreja de su compañera y le susurró el resto de la historia. Carolina sintió el roce de los labios, la presión bajando, mareo, placer. Cerró los párpados, caída libre y de pronto el cerebro, sin haber recibido orden previa, recuperó la sensación conocida: Arturo. Sus manos, sus labios, su mirada oscura. Abrió de golpe los ojos ya inundados y se encontró con los de su compañero, verdes, risueños. Controló el llanto.
¾Mejor, vámonos ¿no?¾, propuso vencida y esperando no encontrarse con testigos del desliz.
¾Sí¾arrastró la respuesta el enamorado con desilusión¾¿Estás bien?
-Sí, todo muy bien, muy bien, sólo estoy cansada.
-Te llevo a tu casa, no te preocupes.
-No, no, no. Necesito aire, caminar y además vivo muy cerca, muchas gracias.
Se volvió a auto-regañar por insensible. Era evidente la tristeza en el rostro de Jerónimo. ¾Me encantó verte¾agregó ella con una inusitada emoción que sonaba a consuelo. Él intentó abrazarla. Ella le dio la mano, un suave beso en la mejilla y se fue. Caminó a paso lento. Ya no había peligro ni riesgo de daño. Ahora sí quería encontrarlo, verlo pasar.
Se desilusionó cuando llegó a su casa y tampoco lo vio ahí. Se cambió de ropa y se sentó al borde de la cama, frente a la fotografía que colocó sobre su buró. “Arturo, ¿viste? No puedo”.
Como todas las noches en el último año, tomó los cerillos que estaban junto al portarretratos y encendió el pabilo de la veladora blanca que, le habían dicho, iluminaba el camino de las almas hacia la paz. Juntó las manos y con los párpados cerrados, oró: “Nunca dejes de verme, sígueme siempre a donde vaya, que tu mirada me acompañe eternamente. Amén”.
Pegó sus labios a los de él y sintió el vidrio que se interponía entre ellos. Frío, como la última vez que lo besó. Sopló la vela. Sintió su ausencia inundándola por dentro. No estaba sola.
Ilustración de: Chepe