Una profunda desigualdad y marginación.
La firma de paz entre las FARC y el gobierno de Colombia en La Habana, Cuba; el pasado 23 de junio se antojaba algo imposible de lograr hace apenas unos años: tanto la guerrilla, como el ejército colombiano, habían boicoteado la paz por décadas, y los ciudadanos colombianos habían sido despertados violentamente de ese sueño de paz más de una vez.
La emoción en el rostro de los colombianos en las portadas de los periódicos ante el acuerdo de paz, me hizo recordar mi tesis de licenciatura: La crisis en la hegemonía del Estado Colombiano y su vínculo con el fortalecimiento de los grupos armados y la percepción en 2003, de que un acuerdo de paz era imposible.
Y me hizo rememorar las similitudes que veía entre México y Colombia en el 2003: la miseria extendida en amplias zonas del país, la ausencia de Estado en varias regiones, el descontento social, similitudes que hacían temer que en nuestro país estallara la violencia como lo había hecho décadas atrás en Colombia.
La fecha para que eso ocurriera no estaba lejos: en 2005 y 2006 los diarios mexicanos empezaron a dar cuenta de unos niveles de violencia, ajustes de cuentas, homicidios y secuestros sin precedentes.
Aunque en México no había una guerrilla como las FARC, la naturaleza de gran parte de la violencia que empezábamos a experimentar, tenía que ver con el tráfico de drogas, igual que allá.
En Colombia, las FARC habían surgido en los 60 a partir del reclamo de grupos campesinos que trataban de evitar ser despojados de sus tierras, pero en los 80, con la caída de los precios del café, los campesinos recurrieron al cultivo de la hoja de cocaína y de mariguana.
Entonces, las FARC empezaron a cobrar a los narcos un “impuesto” por cuidar sus sembradíos. Hace una década, las ganancias que obtenían del narco eran de 500 millones de dólares al año. En esa situación, las FARC no tenían grandes incentivos para retirarse, firmar la paz y perder sus ganancias.
Pero más allá de ese factor que dificultaba la negociación, fueron pocos los presidentes colombianos que intentaron negociar la paz con las FARC, los que entendieron que necesitaban atacar los orígenes sociales del conflicto: la desigualdad, la pobreza, la marginación que habían llevado a unos a sembrar droga para los cárteles y a otros a optar por la lucha armada vía la guerrilla.
Belisario Betancourt, presidente del 1982 al 1986, fue uno de los pocos que lo entendió: además de firmar un cese al fuego con 4 grupos guerrilleros, convocó a un diálogo nacional en el que participó la guerrilla, un diálogo sobre la necesidad de una reforma agraria y de atender la educación de la población más marginada. Y puso en marcha el programa de desarrollo especial para las áreas más afectadas por la violencia: el Plan Nacional de Rehabilitación. Sin embargo, no tuvo el apoyo de los militares y el intento de paz sucumbió.
Décadas después, en 2002, el presidente Álvaro Uribe privilegió la estrategia militar, nada de tomar en cuenta la parte social del conflicto, la marginación, pobreza, nada… se lanzó directamente a eliminar cualquier apoyo logístico de la población hacia las FARC y golpear a sus líderes. De acuerdo con muchos analistas, Uribe se lanzó a una “limpieza social” apoyado por grupos paramilitares.
Eliminó a los líderes más importantes de las FARC, entre ellos, Raúl Reyes, en el famoso bombardeo a un campamento de las FARC en territorio de Ecuador en marzo del 2008. Y así, del 2002 al 2011, los integrantes de las FARC pasaron de 17 mil a poco más de 10 mil.
El acuerdo de paz firmado en La Habana el pasado 23 de junio, implicó una enorme voluntad de negociación de todas las partes implicadas, los líderes de la guerrilla y el presidente Juan Manuel Santos, pero de acuerdo al sociólogo Alexander Castro sólo será una paz sólida si se reconoce que “quienes realmente han sido azotados por el conflicto son los campesinos”.
La cuestión medular para Castro es que el gobierno y la población colombiana comprendan que la paz sólo podrá alcanzarse si se atiende el origen de la violencia: una profunda desigualdad, marginación que algunos han sufrido por generaciones.
Para los mexicanos, mirarse en el espejo colombiano es un recordatorio de que las alternativas puramente militares no llevan a ninguna parte, el sexenio de Felipe Calderón fue una muestra fehaciente. Pero ahora, ¿alguien en el gobierno federal o local está atendiendo el origen social de la violencia en el país? ¿Están observando los factores que fortalecen al narco y orillan a miles de campesinos a sembrar narcóticos y venderlos al mejor postor?
Georgina Olson Jiménez es reportera, apasionada por la investigación; afición que abarca desde reportajes de la Venezuela chavista, pasando por el tráfico de armas, la migración centroamericana, hasta la explotación del oro mexicano por los consorcios mineros internacionales. Actualmente indaga el proceso de creación de la Constitución de la Ciudad de México. Es licenciada en Relaciones internacionales por la Universidad de las Américas, maestra en Periodismo por la Universidad del Rey Juan Carlos de Madrid-Agencia EFE. En 2010, The Woodrow Wilson Center y The Washington Post la becaron para realizar una investigación sobre tráfico de armas de EU a México, publicada en Excélsior.