Por. Gerardo Galarza
A 12 días de que se efectué en México el primer proceso de revocación de mandato no parece, al menos públicamente, que le interese a la mayoría de los 93 millones de ciudadanos que tienen derecho a votar en ese ejercicio, que teóricamente es una herramienta democrática.
Explicaciones e hipótesis sobre ese desinterés puede haber muchas, pero a juicio de este escribidor lo que más está pesando es el clima de polarización social frente a un gobierno que no da resultados, pero tiene mucha popularidad gracias a su discurso populista y al reparto de dádivas en efectivo, incorporadas como programas sociales.
Esa polarización se muestra fácilmente entre quienes llaman a la abstención absoluta y quienes exhortan a participar; entre quienes lo conciben como un ejercicio cuyo objetivo es la revocación del mandato presidencial y quienes lo creen y así promueven, en franca perversión, como un proceso de ratificación.
En la Constitución sólo existe la revocación del mandato (aunque haya quienes sostengan que, al no conseguirla, se convierte en los hechos en una ratificación, lo que no es cierto) y fue insertado en ella mediante una reforma hecha por el Congreso de la Unión en este gobierno, alentada y aprobada por la mayoría del partido del presidente de la República, misma que redactó y aprobó toda la legislación correspondiente, que ahora critican, se quejan, violan y modifican mediante un decreto para impedir su cumplimiento.
Dirigentes y militantes de ese partido y el propio presidente de la República saben muy bien que cualquiera que fuese el resultado de la revocación del mandato, que se celebrará el 10 de abril, será un triunfo para ellos, juegan a ganar-ganar.
Aún cuando ocurriese la catástrofe de que el mandatario perdiese el ejercicio, y éste fuera vinculante, es decir que en él votase al menos el 40% de los inscritos en el padrón electoral, al retirarse de su cargo “respetando la voluntad popular” o algo así el presidente buscaría convertirse en un héroe de la democracia.
Él y Morena no perderían porque serían quienes designarían al nuevo presidente, a través del Congreso de la Unión, en una votación que no requiere mayoría calificada. No, no necesitarían votos de la oposición legislativa. Tampoco habría nuevas elecciones. Infórmese. El designado (imagine cualquier nombre del círculo cercado al presidente) debería terminar el actual período de gobierno.
Si el presidente ganase el ejercicio, y la eventual vinculación se cumpliese, el hecho serviría para demostrar que “el pueblo” quiere que siga y es previsible que lo utilicen en el 2024 para pretender alargar el actual período de gobierno.
Y de no conseguirse los votos necesarios para hacerla vinculatoria, ganase o perdiese el gobierno y su partido dirán que el abstencionismo ocurrió porque la mayoría de los ciudadanos están de acuerdo con el presidente.
Todo esto es jugar a ganar-ganar, sin riesgo de no derrota.
La mejor analogía del debate entre presuntos opositores al presidente sobre la pertinencia de votar “NO”, el 12 de abril, la leí en el Twitter de @aracelibs (Araceli Benítez), quien respondió así a una encuesta: “No votaré en la revocación. Es como si te invitaran a un mitin de apoyo a AMLO y vas para abuchearlo: nadie te va a escuchar, pero tu sola presencia contaría como apoyo. Me parece un ejercicio populista de un Presidente a quien le interesa más su popularidad que gobernar bien”.
Esta vez, no votar es un ejercicio democrático.