sábado 23 noviembre, 2024
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«EL RELATO» A presión

Por. Diana Pérez

El silbido del tapón de la olla exprés la tenía con los nervios de punta. Usarla siempre fue sinónimo de terror. Se imaginaba volando junto con los frijoles, la carne; el tapón caliente como bala perdida; la tapa metálica noqueándola de un solo impacto en la cara.

Nunca le sucedió nada de eso y sus amigas le aseguraron que lo verdaderamente horroroso era limpiar el desastre, la comida pegada al techo, o resanar los hoyos en la pared provocados por el vuelo de la tapa y el tapón.

Respiró profundo. La odiaba, pero era necesaria. Como su trabajo. El maldito Gómez todo el tiempo vigilándola, ya ni podía enviar a gusto un mensaje a su hijo porque de inmediato le restaban puntos y los puntos eran importantes para el bono mensual. De por sí ya estaba corta de dinero.

Le pareció que el sonido de la olla aumentaba y corrió a la estufa, se paró en seco como a un metro, distancia suficiente para checar que el fuego estuviera en el mínimo. “Tarada”, se dijo, pues se le olvidó girar la perilla antes de sentarse a limpiar los chícharos.

“¿Cuántas personas limpian chícharos a las once de la noche?”, se preguntó con amargura mientras sorbía un poco de cerveza. No quería comprarlos enlatados, el sabor era tan diferente. El deber era el deber y por cierto, se dijo con ironía, ella debería estar acostada o viendo alguna película que la distrajera del mundo. Huir.

Alzó la vista y notó el bailoteo del tapón, amenazante. “Ay, diosito”, rezaba para sus adentros, y se respondía que tenía que calmarse, que era el movimiento normal. Un suspiro. Se le salieron las lágrimas. Carajo, y ahora qué le pasaba, se regañó. Y vinieron imágenes de suspiros olvidados, cuando conoció al papá de Jorgito, su hijo. “Ese bueno para nada”, opinó su yo herido. “Y el muy cínico todavía me llama para reclamar su estéreo, sus muebles…”.

Aventó las pequeñas esferas verdes comestibles al colador y se enojó porque una de ellas osó saltar al suelo, en rebeldía. Se levantó y hubiera jurado que su movimiento alteró a la olla, que comenzó a chiflar con mayor intensidad, en tonos más agudos. Palideció, el corazón latía rápidamente. Se movió con lentitud para no molestar a la cocinera metálica.

¿Por qué tanto susto? Su madre la ponía hasta dos veces al día, tan tranquila, se metía a bañar y salía, fresca, a apagar el fuego justo a tiempo. Ah, su madre. Hacía tanto tiempo de eso. El estómago se encogió. Era una mezcla de enojo y tristeza. Era terrible ser vieja. Y vieja dependiente. Por eso estaba ella ahí, a las once de la noche, guisando, porque apenas salía del trabajo iba a casa de su madre, que también era su vecina. Hacía una hora de camino por el tráfico imposible de la ciudad, aunque en otros tiempos hiciera solo media hora. Después, le preparaba el baño, porque la señora no podía tenerse en pie sola; calentaba la comida-cena, estaba con ella un rato viendo la telenovela hasta que se quedaba dormida. Ganó una fuerza tremenda en los brazos no más del esfuerzo de pasarla de la silla de ruedas a la cama. Se fumaba un cigarro de nostalgia en la azotea, tratando de recordarse en ese lugar en el que creció, que antes era hogar y ahora era una especie de cárcel que no la dejaba respirar. Cerraba la puerta y se iba a su casa, en la puerta de al lado.

La intensidad del sonido la regresó a su cocina. “Ave María purísima, que no explote”. Checó el reloj. Faltaban otros cinco eternos minutos. Tuvo el impulso de apagarla ya, aunque la carne no quedara bien, de todos modos, se la comería. “Sin ganas, todo sabe igual”, se metió su yo depresivo pero el otro, el de las altas responsabilidades y férrea disciplina consideró que había que hacer las cosas “como deben ser”.

Así que se limpió el sudor de la frente y se alejó de la estufa de puntillas, como entraba su exmarido después de una noche de placer en la que ella no había participado. Por eso el infiel insistía en mudarse lejos, para que su suegra no escuchara la cantaleta de la hija y el llanto provocado por el bofetón que la silenciaba.

¿Era cierto eso de que uno hereda las tristezas? Su yo racional se burlaba de ella, pero el emocional subía y bajaba la cabeza para asentir, tímidamente, con miedo a ser pisoteado una vez más.

-Y ¿por qué no nos mudamos a una casa más lejos?-preguntaba ahora Jorgito, intrigado por la cercanía de esa presencia silenciosa, que siempre parecía estar triste. “Además, mi abuela huele a viejo, a humedad”.

“Porque llora mucho, por eso”, dramatizaba en la respuesta y el adolescente pasaba del enojo al azoro porque su madre, de pronto, gimoteaba sin parar. Porque su hijo nunca conoció a la abuela. No a ese espectro postrado para siempre en la silla de ruedas, si no a la mujer anterior a esa.

Ya no escuchó el sonido insistente de la olla pidiendo a gritos que apagara el fuego.

El olor de la carne en la salsa de jitomate impregnaba el espacio.

Ella se quedó en silencio, remojando los chícharos en las lágrimas.

Su madre canturreando mientras pelaba las papas y zanahorias que integraría a la salsa; siempre cantaba, hasta cuando le enseñó a manejar.

El silbido agudo, sostenido.

La hija torpe, nerviosa, hundiendo el pie en el acelerador en lugar del freno.

¡Pum!

Lo más terrible fue el silencio que siguió a todo. No más risas, no más cantos. Lo más difícil fue sacarla.

El olor penetrante de la carne chamuscada se quedó grabado para siempre. También la silueta del chambarete pegado en el techo.

Ella quedó intacta.

 

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