Por. Bárbara Lejtik
La veo de pasada y en su semblante noto que pasa algo.
La noticia ya es oficial, cuatro semanas más de clases en línea (por lo pronto).
Situaciones que nunca me imaginé vivir ocurren ahora, mi hija adolescente está verdaderamente desolada y le doy toda la razón, me dice que si siguen las cosas así en sus últimos dos años de preparatoria, habrá ido dos semanas a clases, se queja de ya estar cansada de pasar ocho horas en clases en línea y luego tener trabajos y tareas también en la computadora, y en su poco tiempo libre solo ve series o platica con sus amigos también a través de la pantalla.
Me parece de verdad devastador, siento junto con ella que su adolescencia se va, que este tiempo no va a volver y me admira su fortaleza y sensatez, pero también empatizo con la tristeza que tiene por no ver a sus amigos; por no estar viviendo una adolescencia que siempre le prometí, porque reconoce que su rendimiento escolar está dejando mucho que desear y en realidad no es su culpa, no se les puede pedir a chicos y niños, incluso universitarios que tengan la máxima atención a las clases, que no se distraigan por cualquier cosa, que no se aburran, pero sobre todo que no anhelen el contacto físico con jóvenes de su edad.
Lo que nuestros niños y jóvenes están perdiendo en materia de relaciones sociales es aún más peor que su bajo aprendizaje que ya de por sí es bastante grave.
Sienten coraje, impotencia, porque ellos ven pasar su vida y los contagios no cesan, de hecho hubo muchos más contagios en las semanas de vacaciones que en las dos tristes semanas que fueron a clases presenciales.
Yo no sé si ustedes estén de acuerdo conmigo, pero a mi me parte el corazón y me preocupa la situación emocional de nuestros niños y jóvenes, porque además veo que están sacrificando algo tan importante para ellos en vano. Mientras sigamos yendo a fiestas, pasando por alto las medidas de seguridad, los estudiantes dejarán de serlo sin saber lo maravillosa que es la vida escolar en esta etapa, sin relacionarse, sin enamorarse, sin hacer deporte en equipo, experimentos en el laboratorio, sin rasparse en las canchas, sin divertirse y aprender sobre la vida lo que todos los que tuvimos la enorme fortuna de ir a la escuela aprendimos.
Le prometo una y otra vez que esto pasará, que pronto volverá a la normalidad y recuperará el tiempo perdido, aunque yo en realidad no lo sé de cierto. Luego vienen los permisos para las fiestas y reuniones y se hace verdaderamente difícil negárselo porque lleva toda la semana encerrada frente a un monitor, sola, sin tener trato con más gente. Me recuerdo a su edad, bailando en las fiestas, viendo a mis amigos en las tardes, haciendo tareas en equipo, saliendo a patinar o andar en bicicleta, siendo feliz, siendo joven, llevando la vida que me correspondía y que a ella también le corresponde pero que el COVID y nuestra negligencia está a punto de robarle por completo y eso es injusto para cualquiera, muy injusto.
Los padres accedemos a que vean por un rato a sus amigos, igual que nosotros lo hacemos con la falsa promesa de que no pasara nada.
Entonces se sigue el círculo de contagios, cómo dicen: “En México las clases son en línea y las fiestas presenciales”.
Ella me dice que quisiera ir a la escuela y que sea su responsabilidad, que si hay casos positivos se queden en casa, que se comprometen a no quitarse el cubrebocas y a no ignorar las medidas de seguridad.
La veo tan desesperada qué tal vez yo también pienso que eso sería lo mejor.
