viernes 20 septiembre, 2024
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COLUMNAS COLUMNA INVITADA

«EN TACTO CON GAIA. BREVARIO DE MUJERES ARTISTAS» Sylvia Beach, la Penélope de James Joyce I

 

Primera de dos partes.

En pleno apogeo del idealismo y el romanticismo alemán, el poeta, J.W. Goethe argumentaba, que el concepto de literatura nacional ya no tiene sentido; la época de la literatura universal está comenzando, y todos debemos esforzarnos para apresurar su advenimiento. Pero en nuestra valoración de lo extranjero, no debemos tomar lo extraño como motivo exclusivo de nuestras admiraciones erigiéndolo en modelo único”. 

Esta consideración, le otorgó al arte literario una importancia capital como el medio de expresión que planteaba y, a su vez criticaba, las vicisitudes de la humanidad, equiparando a la literatura con la política y la filosofía, en un tiempo en el que la industrialización impulsaba al capitalismo y sus contradicciones en occidente.

En 1954, el filósofo alemán Martin Heidegger, sentenciaba en su texto ¿Qué significa pensar? que, “por medio de lo literario y dentro del mismo como en su medio, la poesía, el pensar y la ciencia son semejantes entre sí”, sin embargo, esta última afirmación perdió contundencia con el transcurso de las últimas tres décadas del siglo pasado, años en los que además de banalizar a la literatura, ésta fue transformada en una mercancía de moda, lo que desvirtuó su importancia y convirtió su estudio y práctica en una teoría semejante a las ruinas de un palacio antiguo sepultado por las arenas del tiempo.

Este desolador panorama fue vislumbrado por el crítico literario estadunidense Harold Bloom, quien en 2014 sentenció: “No me parece que, en la literatura contemporánea, ya sea en inglés, en Estados Unidos, en español, catalán, francés, italiano, en las lenguas eslavas, haya nada radicalmente nuevo. No hay grandes poetas como Paul Valéry, Georg Trakl, Giuseppe Ungaretti y mi predilecto entre los españoles, Luis Cernuda, o novelistas como Marcel Proust, James Joyce, Franz Kafka y Samuel Beckett, el último de la gran estirpe”.

La consideración anterior, no solo representa una visión opuesta y fúnebre del esperanzador pensamiento goethiano, sino que presagió el posible fin de la historia de la literatura mundial que, como un círculo que inevitablemente se cierra, solo permanecerá para estudiarse a sí mismo ante el predominio absoluto de la economía y la tecnología como dínamos de las sociedades modernas.

De tal manera que, para comprender el sentido real de la literatura hay que remontarse a sus “años salvajes” (parafraseando a Rüdiger Safranski en su investigación sobre Schopenhauer), y cual geólogos, escudriñar parsimoniosamente en los sedimentos que en otro tiempo fueron paradigmáticos y consolidaron a las letras como el arte que se erigió como agente de cambio en la historia del pensamiento occidental, aunque esa importancia resulte actualmente inteligible para el orden de las cosas predominante. 

Hace más de un siglo, uno de los primeros novelistas más importantes para el mundo fue el ruso Fiódor Mijáilovich Dostoievski, quien poseía una gran influencia y ejemplo para escrituras de la talla de Friedrich Nietzsche, Franz Kafka, Jean Paul Sartre, Ernst Hemingway, William Faulkner, Virginia Woolf, y James Joyce, este último considerado como el escritor que cambió el orden del discurso literario del siglo XX.

En 1922, con la publicación de Ulysses de Joyce, y con la aparición del gran poema del estadunidense T.S. Eliot, The Waste Land, marcaron ese año como un punto y aparte en la historia del modernismo literario en inglés; para su novela capital, Joyce empleó, entre otros artificios, técnicas variadas de escritura para presentar a sus personajes y sus tramas correspondientes, lo que transformó la forma y el contenido de la literatura en una época en la que el apogeo de las teorías freudianas respecto al psicoanálisis continuaban vigentes.

Señalaba Eduardo Grüner que, “Michel Foucault —siempre hablando de los tres «fundadores de discurso»— afirmaba que Karl Marx no se limita a interpretar a la sociedad burguesa, sino a la interpretación burguesa de la sociedad (por eso El capital no es una economía política, sino una crítica de la economía política); que Sigmund Freud no interpretaba el sueño del paciente, sino el relato que el paciente hace de su sueño (y que ya constituye, desde luego, una «interpretación», en el sentido vulgar o «silvestre»); y que Nietzsche no interpreta a la moral de Occidente, sino al discurso que Occidente ha construido sobre la moral (por eso hace una genealogía de la moral).”

Ulysses, que ocurre un día, como diría Vladimir Nabokov, “ordinario”, el 16 de junio de 1904, y estableció un símil paródico con los personajes de la Odisea de Homero, además representó un estudio entrañable y detallado de Dublín, incluso Joyce ironizó en algún momento que, si su ciudad natal fuera destruida por alguna catástrofe, podría reconstruirse, ladrillo por ladrillo, utilizando su novela como modelo.

En ese sentido, se puede considerar que, en el nivel literario, la escritura de Joyce en Ulysses estableció una ruptura y una renovación discursiva al presentar una obra en oposición al simbolismo y naturalismo europeos que se ocupaban más de una transcripción literal de la realidad, en contraste, Joyce escudriñaba de manera más sensitiva, las aventuras de sus personajes principales, Leopold Bloom (Ulises), Molly Bloom (Penélope) y Stephen Dedalus (Telémaco o el propio Jocye), en el que la posibilidad de desarrollar un lenguaje literario novedoso era patente, así creó su propio universo que posteriormente explotaría en la intraducible y nocturna novela Finnegan´s Wake, ambas obras consideradas por Jorge Luis Borges como “las obras más salvables” del modernismo.

Originalmente, Joyce publicó Ulysses desde marzo de 1918 y por entregas en la revista estadunidense The Little Review, gracias al apoyo del poeta Ezra Pound, quien fungía como editor en el extranjero; esta publicación era dirigida por Margaret Caroline Anderson y Jeane Heap, y contaba con el respaldo financiero de John Quinn, un rico abogado neoyorquino interesado en el arte contemporáneo y la literatura, pero su lanzamiento provocó la ira de las autoridades locales, quienes tildaron la novela de obscena y promovieron una leyenda negra en torno al libro hasta lograr su prohibición en Estados Unidos en 1921.

Sin embargo, el legado literario de Joyce, fue en gran medida gracias a la editora estadunidense Sylvia Beach, quien fuera la fundadora de la librería Shakespeare and Company, la cual fue inaugurada en la rue Dupuytren de París en 1921, en alguna ocasión Beach fue descrita por Ernst Hemingway como poseedora de “una cara viva, agudamente esculpida, ojos marrones que estaban tan vivos como los de un animal pequeño y tan alegre como los de una niña joven, y el cabello castaño ondulado que le cepillaba la frente, corte grueso debajo de las orejas”.

Luego de las dificultades que Joyce enfrentó para la publicación de Ulysses, tras su prohibición de en Estados Unidos, polémica en la que incluso el diario The New York Times, alegó que “el libro era incomprensible y aburrido, pero no inmoral a pesar de que el uso de algunas palabras realistas era deplorable y merecedor de algún tipo de castigo”, el autor irlandés fue desesperado a la librería Shakespeare and Company para informar a Sylvia Beach, que su libro no sería publicado.

Posteriormente, como narra el biógrafo de Joyce Richard Ellmann: “Miss Beach tuvo una idea: ¿Concedería a Shakespeare and Company el honor de ser su editorial?, preguntó. Joyce quedó tan sorprendido al oír la propuesta como la propia Beach al hacerla. Él le advirtió de manera lúgubre que nadie compraría un libro, aunque al mismo tiempo aceptó sin dudarlo”.

Previamente, Miss Beach, (Baltimore 1887- París 1962) conoció París por primera vez en 1902 cuando su padre, el reverendo Sylvester Beach, se mudó a la ciudad luz para asistir al pastor Thurber en el ministerio presbiteriano para estadunidenses en la capital francesa, durante esa estancia lo acompañaron su esposa Eleanor y sus tres hijas, Holly, Eleanor, quien cambió su nombre a Cyprien y Nancy Woodbridge, quien prefería llamarse a sí misma Sylvia.

Eleanor alentó siempre a sus hijas a viajar e impregnó en ellas su amor por Europa, y su amor por París, pero después de tres años en el viejo continente, la familia Beach regresó a Princeton. Más tarde, en 1907, Sylvia volvió a París y luego a Italia, donde estudió durante un año, también su madre, que sufría una crisis matrimonial y siempre ansiosa por regresar a Europa, realizó varios viajes de regreso a Francia, sin su esposo, pero con sus hijas. Cyprien era para entonces una exitosa actriz en Francia y Sylvia, con quien vivía en su apartamento de Port Royal, decidió ayudar en el esfuerzo de guerra uniéndose a los Volontaires Agricoles en Touraine, recogiendo uvas y sembrando árboles.

Hasta ese momento, Sylvia no tenía una vocación clara, y aunque estaba interesada en el periodismo y la poesía multilingüe, las vacantes para traductores o periodistas en tiempos de guerra, en Francia, fueron pocas…

Mañana segunda parte.

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