En estos días vivimos una de las tradiciones más importantes de nuestro país, misma que nos otorga identidad al plasmar un poco de lo que somos: colores, sabores, vida, muerte, celebración simultánea de la felicidad y el dolor, entre otros matices auténticamente mexicanos.
Colocar la ofrenda de muertos –como toda tradición que se transmite de generación a generación– produce una conexión emocional muy particular con quienes nos enseñaron a elegir los elementos que la conforman y sus significados, lo que nos lleva inevitablemente a recordar a las abuelas.
Son momentos en que conjugamos en una flor de cempoalxóchitl y un copal, todos los sentimientos que caben hacia esas mujeres que ya no están pero están.
Recuerdo aquellos años de mi infancia, en que “mamá Jose” se esmeraba en que fuera la más hermosa, generosa y deliciosa ofrenda. Con su incomparable capacidad de liderar a todo el sistema familiar, nos asignaba tareas que iban desde conseguir algunos de los elementos hasta la forma de colocar cada uno de ellos, incluso nos asignaba guardias específicas para esperar a los difuntos –como ella les decía–. Todavía parece que la escucho decir con voz entrecortada “mijito de mi corazón, espero que te guste lo que te preparé”, invocando a su hijo fallecido en un accidente algunos años atrás.
Mi abuela Josefina, fue una mujer guerrera, implacable con sus acciones y sus creencias. Su voz era la única que dictaba agenda en la familia, era la congruencia y la exigencia. Vivir con ella era ser acreedores de su incalculable amor expresado en su alta cocina, cuidaba cada detalle, desde alimentar a las aves que después serían el platillo fuerte, acudir sin falta al ritual del mercado cada semana, hasta preparar y coordinar su cocina con una logística de primer nivel. La ofrenda de muertos era un retrato de toda su personalidad, no faltaba el arroz y el mole poblano realizados con la disciplina que la caracterizó siempre, misma que marcó las vidas de todos y todas las que tuvimos la dicha de ser parte de ella.
A ti Josefina, estos días quiero colocar en tu ofrenda: mi lucha por la justicia social, para que otras mujeres como tú puedan gozar de los frutos de su trabajo; para que tengan las oportunidades para desarrollarse en cualquier ámbito y obtener el reconocimiento social que les corresponde; para que puedan ser autónomas.
El humo del incienso que te ofrendo, lleva un hondo agradecimiento por enseñarme los más altos cánones de fuerza y congruencia.
Por otro lado, mi abuela María al ser originaria de un Estado más cercano al norte del país, vivía estos días de forma distinta, con ella la visita al camposanto –como ella le llamaba– era ocasionalmente el ritual a seguir. Mujer que cantaba, bailaba y prefería la escucha. Me encantaba contemplarla tomando el sol cada día, quizá recordando a su madre, o contemplando en su memoria los dolores y dichas de su propia historia. Ella es la mujer más noble que conozco. Mujer de bellísimos rasgos indígenas, cuyos hermosos ojos cafés desbordaban compasión, paz, y la más inmensa humildad. Su inagotable alegría nos ofrecía las más insospechadas lecciones. Ella decía que yo le había enseñado a abrazar, pero realmente fue ella quien me enseñó a mí.
A ti María, coloco en tu ofrenda: mi lucha para erradicar todas las formas de violencia hacia las mujeres; para enaltecer el valor de las madres; te ofrezco hacer todo lo que esté en mis manos para que ninguna mujer sea invisibilizada, ni juzgada socialmente; para erradicar la discriminación.
La luz de la vela que te ofrendo, lleva mi más profundo deseo de alcanzar tu grandeza, siendo capaz de replicar en alguna medida tu calidad humana y la paz que emanabas.
Esta celebración de la muerte y la vida, es un momento de reflexión sin igual, abre espacio para honrar a todas esas mujeres que nos antecedieron. Esas mujeres que además de transmitirnos tan valiosa forma de mantener el vínculo con nuestra historia, con las huellas de su andar nos dieron pauta para seguir luchando por mejorar las condiciones de las mujeres de esta y otras generaciones.