Hemos perdido el sentido conceptual de la palabra “intimidad”, ante el feroz ataque de todos los medios que invade la privacidad cotidiana. Parece que no existe un resquicio para que podamos estar en la reserva íntegra de la serenidad del sujeto consigo mismo. A ello hay que sumar el fantasma que nos han vendido: la soledad como sinónimo de decadencia y tristeza, no como la recuperación constante de nuestro ser. No olvidemos que la intimidad es un derecho desde los ilustrados hasta nuestros días, incluso establecido en leyes. Afortunadamente, éste es un imaginario que (como todos, como siempre) correrá su suerte.
A estas alturas ya sólo falta que Mark Zuckerberg lo admita: Facebook espía a sus usuarios. Lo sabemos; nos lo repiten una y otra vez, y lo tomamos como si fuera una gracia, la travesura de un niño pícaro al que seguimos solapando. Mientras Facebook nos siga regalando memes, videos de gatitos haciendo monadas y la ilusión de democracia, ¿qué importa que nos haga trabajar gratis para su granja de datos?, ¿qué importa que nuestra información personal sea su moneda de cambio? Una moneda de la que nosotros no vemos rastro, pero que está enriqueciendo a los gigantes de Silicon Valley.
El asunto está tan cantado que hasta Netflix genera contenidos en torno al gran asalto a la privacidad que se vive en nuestra época. En su reciente documental The Great Hack, se exhibe la forma en que los datos de millones de usuarios fueron utilizados, sin su conocimiento, para crear la campaña de desinformación que llevaría a la cumbre a Donald J. Trump. Curioso, porque Netflix es también una compañía que se vale del estudio de nuestro comportamiento para su beneficio económico. Es decir que la alerta viene incluso de quienes forman parte del problema, y, aun así, nos da lo mismo.
Recientemente, el activista Edward Snowden volvió a recalcar lo que ya sabemos. No sólo Facebook vigila en todo momento a sus usuarios, sino también sus derivadas, como Instagram y Twitter. A través de su cuenta en esta red social, el antes empleado de la CIA y de la NSA aseguró que en las próximas semanas su “objetivo será explicar cómo cada uno de estos sitios te espía”. Su perspectiva frente a este problema es (hay que decirlo) bastante realista, pues sabe que la mayoría de las personas no vamos a dejar de utilizar las redes. Por ello, su aportación consistirá en aconsejar “métodos para limitar cuánto saben sobre ti”.
La declaración de Snowden seguramente tendrá que ver con la publicación de su próximo libro: Vigilancia permanente. El 17 de septiembre de este año, 21 editoriales de todo el mundo lanzarán al unísono las memorias del ciberactivista, en las que seguramente saldrán más trapitos al sol de su época como analista de la CIA.
“Me llamo Edward Snowden. Antes trabajaba para el gobierno, pero ahora trabajo para el pueblo”. Así es como comienzan las memorias de uno de los objetivos políticos más buscados del mundo. Hay que recordar que Snowden es perseguido y se encuentra actualmente en el exilio por haber expuesto programas de vigilancia masiva que se desarrollaban desde la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) de los Estados Unidos. Su aportación fue crucial. Gracias a él, el mundo confirmó lo que antes habían sido sólo rumores: que hay gobiernos enteros (los cuales se precian de ser estandartes de la libertad) espiando cada una de las acciones de sus ciudadanos.
Han pasado seis años desde el escándalo que ha dado pie a Vigilancia permanente. En un par de meses, podremos finalmente saber los detalles de cómo fue creado este sistema de vigilancia, cuál fue la participación que Snowden tuvo en él y qué lo llevó a traicionar a su propio gobierno en favor de lo que él mismo considera un bien mayor.
A estas alturas, ya sabemos que en el espionaje no sólo están implicadas las grandes potencias del planeta, sino también decenas de compañías dedicadas a las telecomunicaciones (lo mismo a las redes sociales que a la telefonía). La llegada a la distopía no necesariamente tiene que ser provocada por un gobierno; también puede serlo por cualquiera de las compañías a las que hemos regalado, por voluntad propia, cada uno de los detalles de nuestras vidas. Eso, por supuesto, si somos optimistas, porque también es válido considerar que la situación a la que nos han llevado las redes es ya, por sí misma, distópica.
En Vigilancia permanente, Snowden promete destapar aún más la manera como han colaborado los gobiernos con los gigantes tecnológicos para vigilar a los ciudadanos y solapar la venta de información privada. Como él mismo lo dice, “la lucha por el derecho a la intimidad es la nueva lucha por nuestra libertad”.
Frente a este panorama (que a muchos seguramente les sigue pareciendo exagerado), lo que resulta más increíble es la falta de reflexión que, en general, seguimos teniendo como usuarios de redes sociales. No cabe duda de que los gigantes de Silicon Valley han hecho bien su trabajo: sus fieles permanecen a su lado, sin importar las dudas ni los escándalos.
Prueba de ello es que Facebook, hace unos días, ventiló su intención de añadir su nombre a sus filiales Instagram y WhatsApp, bautizándolas como Instagram de Facebook y WhatsApp de Facebook. Uno pensaría que la decisión es arriesgada, después de los golpes que recibió la red social tras el escándalo de Cambridge Analytica. Pero la verdad es que de arriesgada no tiene nada. Con estas decisiones, Facebook demuestra lo poco que le afecta que todo el mundo sepa de sus malas prácticas contra la privacidad: la gente sigue regalándole su información y casi confiándole su vida.
Edward Snowden o su abuelita pueden hacer malabares si quieren: mientras la gente no esté dispuesta a cuestionar sus propios hábitos y a reclamar su propia privacidad, el despojo seguirá ocurriendo. ¿Será esto el quiebre de la intimidad?
Manchamanteles
El miércoles pasado se conmemoró el fallecimiento de la gran escritora mexicana Rosario Castellanos (Ciudad de México, 1925-Tel Aviv, 1974). La agudeza, cultura e inteligencia de esta poeta, narradora y ensayista jamás han sido puestas en duda, con lo que estamos de acuerdo quienes hemos leído novelas tan magistrales como Balún Canán (1957) y Oficio de tinieblas (1962), o los cuentos incluidos en Ciudad Real (1960), Los convidados de agosto (1964) y Álbum de familia (1971). ¿Y qué decir de su poesía lírica, que imponía la fuerza de su vitalidad y su pasión en todo el espectro cromático de la existencia, desde la euforia hasta el duelo? ¿O de sus ensayos sobre la situación social y cultural de la mujer en México, feminismo lúcido como pocas veces se ve? Rosario amó y fue amada. No sé si con la plenitud que se merecía, porque ella fue una de las muchas mexicanas que, durante el siglo pasado, con su educación universitaria y su reconocimiento público a cuestas, padecieron la violencia de una sociedad terriblemente machista (aun en la clase más ilustrada). Lo cierto es que los mexicanos seguimos en deuda con ella y debemos releerla, resignificarla y darle el lugar que merece en nuestra tradición.
Narciso el Obsceno
Una de las grandes crisis que tiene el narcisismo hoy es el avasallamiento de la comodidad y el pragmatismo. El ejemplo más común que apuntan los especialistas de varias disciplinas es el choque que se da en el llamado “sexo casual”. Aunque de alguna manera esto siempre ha existido, hoy se habla de él como de una alternativa abierta y cómoda. Pero lo cierto es que el tema más complejo de las relaciones humanas sigue siendo el sexo (en el número que se piense: en parejas o tríos, o usted multiplique a su gusto). En nuestra civilización, el sexo —“ese imposible”, diría Lacan— está saturado de tal cantidad de valores exaltados y prejuicios (morales, gremiales, de roles e identidades) que choca con la vida cotidiana y su apacible comodidad. ¿Amar es incómodo? Apostemos a que no, aunque siempre cada uno tendrá su muy ferviente respuesta. Por lo pronto, no nos incomodemos ante la codicia de Narciso.