¿A qué le tenía tanto miedo? ¿Al ridículo? Admití que sí.
Las piernas me temblaron sin control; el corazón palpitando a toda velocidad y seguramente mi cara tenía el mismo color que el hielo que pisaba.
–A ver, Miriam, una sonrisita para la cámara. ¿A poco tienes miedo?
Lo fulminé con la mirada. Pánico. El glaciar era imponente, enorme y aunque me recomendaron que no lo hiciera, volteé hacia abajo. Las personas en el parque parecían hormigas. Los envidié. Lucían seguros. Corrían. A mí se me había acabado la “tierra firme”. Pero no daría marcha atrás, aunque me muriera. Ni modo que bajara a los veinte exploradores que éramos porque “la niña no pudo”. Mi orgullo estaba de por medio, así que centraría mi atención en las indicaciones de los guías para calmarme.
–Tengan cuidado por dónde pisan porque con el cambio climático, el glaciar se está derritiendo, sus rutas se han modificado y las grietas son más grandes.
Respiré profundo mientras escuché la caída de enormes bloques de hielo al vacío y vi la cara de mi primo burlándose de mí. ¡Maldito!
No hice caso y aun cuando sentí que mis compañeros de tour me vieron con desesperación, seguí las huellas de quienes me precedían a paso lento, y como bien dicen, seguro.
–¡Ay, Miriam! ¡Qué calma!
Otra vez mi primo. Desde chicos nos peleamos cuando imponía sus juegos y ni siquiera pedía mi opinión. Impotente, enmudecía de coraje, aunque luego expresara mi desacuerdo de otras formas, como aquél día que le rompí el tablero del turista en la cabeza.
Las cosas variaron poco desde entonces. Al igual que en nuestra infancia, fue él quien ordenó la ruta que seguiríamos en el viaje, incluyendo esta montaña y también, como cuando niños, enmudecí. El problema era que no tenía nada a la mano que hablara por mí esta vez –y con los años comprendí que mis métodos pueden ser peligrosos–, por lo que me limité a ponerle una cara de asesino serial.
Como de costumbre, aunque nunca antes mejor aplicada, me respondió con la “ley del hielo” y se adelantó.
Ya arreglaría ese asunto porque lo que importaba era avanzar. Llené mis pulmones de aire y continué la marcha. Poco a poco, salté huecos, dejé de apoyarme en la cuerda –no tanto por voluntad, sino porque en algunos tramos no había– y por primera vez, sentí los pies firmes.
Observé el dorso de una mano llena de arrugas y pecas que se apoyó levemente sobre mí. Su dueña, una señora de no menos de sesenta años, que era parte del grupo, me sonrió amable y me sentí ridícula. Mi treintañero pulso temblaba mucho más que el de ella.
¿A qué le tenía tanto miedo? ¿Al ridículo? Admití que sí, en parte. Aunque, para ser francos, mi temor era más discreto que el de algunos de mis compañeros, como por ejemplo “Mau”, así se presentó.
Era un poco más joven que yo. No sé cuánto pesaría. Imagino que bastante porque ocultó con su figura a las personas que iban detrás de él cuando nos pusieron en fila. Sudaba en medio de la montaña y maldecía cada dos minutos a los guías en voz alta porque quizá imaginó que el glaciar tendría escalones que facilitarían la subida.
¿Por qué tanto miedo? ¿Sería a la muerte? Pensé que ese asunto era cuestión de azar. Era obvio que me estaba poniendo en situación de riesgo pero confiaría en la agencia de viajes. No era posible que cobraran tanto dinero por conducir a una veintena de entusiastas directo al precipicio. Seguro tenían experiencia, así que más me valía relajarme. Disfrutaría mi contacto con la naturaleza que, por cierto, era escaso.
Mi primo tenía razón. Me hubiera arrepentido si no estuviera arriba. Noté que me seguía con la mirada. Siempre cuidándome. Aunque nos peleáramos todo el tiempo, era indudable que nos queríamos profundamente. Me gustaba su alegría. Sin inhibiciones y haciendo bromas al resto, se colocó a la cabeza del grupo. Nos sonreímos a la distancia.
Ahora sí respiré tranquila. Era tan fácil. Mi columna agradeció que me enderezara después de una hora de pecho sumido y joroba prominente. El fresco viento de la montaña limpió mis pulmones de fumadora compulsiva. Estaba tan contenta que comencé a fotografiarme con mis compañeros y, más confiada, alcancé a mi primo con pasos seguros y también me retraté con él, nos carcajeamos y abrazamos en medio de la nieve.
Los guías pidieron calma y ordenaron que formáramos de nuevo la fila porque iniciaríamos el descenso, mucho más fácil una vez vencido el temor y habiendo conocido el terreno en donde nos apoyábamos.
–¡Miriam!
Mi primo gritó aterrado. Señaló algo con la mano. ¿Cuántos segundos habrían pasado desde que miré hacia atrás y Mau me cayó encima? Sólo sentí el impacto de su panza sobre mi cara y aquí estoy, volando.
Voy cayendo en el vacío. ¿Por qué sentía ese pánico? Ya lo sé. No era a la muerte. De hecho, en este momento me siento más libre que nunca. Mi temor era a la vida.
Ahora sólo pienso en el enorme bloque de hielo que se desplomó cuando iniciamos la escalada, que se hizo pedazos y se fundió para siempre con el paisaje.
Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.