O ser codas… El dinero es un tema crucial en terapia, su manejo contiene un fuerte simbolismo; además, es uno de los temas más frecuentes en las relaciones. Es raro que sea un tema que “da lo mismo”, pues las personas construyen parte de su identidad por la forma en que se relacionan con él, y al mismo tiempo dice mucho sobre la propia historia. Hay quienes vivieron con carencias y entonces deciden cuidarlo muchísimo, o lo contrario, gastar demás como si no tuviera límite para no volver a sentir aquella carencia; otros crecieron con una idea de sobrevaloración sobre la acumulación de lo material y otros se desprenden con facilidad de lo que tienen.
En esa gama de posicionamientos sobre el dinero, diré que hay un gran consenso entre mis colegas y amigas de que los seres codos, tacaños, agarrados, son personas de trato difícil y suelen ser malas parejas. No cabe duda de que los codos deben tener difíciles historias infantiles que explican su racanería, pero es un hecho que quien pichicatea el dinero y lo material, también cuenta avaramente su tiempo y su afecto.
He oído cosas en terapia y en la vida que de tan ridículas mueven a risa (siempre y cuando no sea una la que vive con tales personas): los que tratan de usar la misma servilleta por una semana, los que se mueren si algo se desperdicia, o los que no entienden por qué la gente sale al cine o a comer o a bailar si todo eso se puede hacer en la propia casa. No estoy hablando de la gente que no tiene para pagar estas cosas, sino de quien, pudiendo hacerlo, se cuestiona cada gasto que se podría evitar.
Otras situaciones no mueven a risa sino que se vuelven bastante trágicas, padres que se hacen tontos para dar el gasto y que cada mes hay que “rogarles” que paguen las colegiaturas, la pensión, los gastos médicos o cualquier otro gasto que es un compromiso y obligación para quienes dependen de ellos. Hay verdaderos dramas familiares por la angustia que representa para la esposa o los hijos mencionar que “se necesita” tal cosa, cuando un marido es el proveedor único o principal; o a veces puede ser simplemente el encargado de la mitad o menos, pero que de todos modos siempre es un pleito el pedir que cumpla con lo que le toca.
Parece que me he dedicado a hablar solo de hombres codos. Sin duda hay muchas, muchas mujeres codas, pero dada la estructura tradicional predominante, los casos de los que hablo tienen que ver cuando en la cultura patriarcal la negociación con la aportación de los hombres, mayoritaria o minoritaria, se vuelve un “favor” y no una obligación, y siempre tiene que terminar en discusión.
En estas circunstancias aprovechan para cuestionar todo gasto, médicos, escolares, y ya ni hablemos de los recreativos, que son considerados superfluos. Pero por qué se gasta eso de luz, pero de agua, pero de gasolina, pero de comida. Cada peso que dan, o no dan, es un suplicio de negociación. Estas personas en todo ven abuso y exceso, pero finalmente su dinámica es la de seres codos, miserables.
Las medidas de austeridad del actual gobierno deben tener explicaciones y críticas profundas por parte de los economistas, sus diseñadores y sus detractores. Yo personalmente no puedo dejar de relacionar esas medidas con las de los patriarcas codos, que se despegaron de la sensatez del ahorro para pichicatear el papel de baño, el uso del horno de microondas o en diversiones; porque claro que se ahorra al comer frío, para qué gastar en medicinas, o en mejor educación o en la ciencia o en la cultura. Los codos se solazan de lo que ahorran, les parece una gran virtud y se sienten tan orgullosos que ahorran cada vez más y gastan cada vez menos, y esperan que algún día los afectados los entiendan y se los agradezcan; hasta que ya no ven lo caro que les sale lo que han ahorrado, por la forma miserable de haber tratado a quienes dependían de ellos y que terminan resentidos por la privación de gozos pequeños pero fundamentales para la vida cotidiana como comer una comida caliente.