Derrotar la inequidad necesariamente pasa también por democratizar el goce.
Desde mis primeros años crecí escuchando la sentencia: “el hombre llega hasta donde la mujer quiere”. Esa arraigada frase, que toda niña escucha en pos de convertirse en dama recatada, implicaba que, aunque el hombre quisiera un tipo de avance sexual, la mujer, siempre prudente, era la responsable de detenerlo.
Recuerdo perfectamente que en mis años previos a la pubertad pensaba: ¿y si la mujer quiere? ¿A poco nosotras nunca queremos? Considerando que estudié en un colegio religioso y en un entorno altamente conservador, la pregunta jamás fue pronunciada más allá de mis pensamientos.
Estos pensamientos se asomaban por los mismos años en que leí a Octavio Paz con su memorable Hijos de la Malinche, donde diserta, entre otras cosas, de la mujer que es tomada, rasgada, jamás con su consentimiento. Al parecer, el acto sexual, para la mujer, estaba cargado de dominación, sumisión, pero jamás de placer.
Al día de hoy, esas conclusiones de años atrás no están alejadas de la realidad. Resulta escalofriante que apenas el 20 de diciembre del 2012 se firmó una resolución de la Asamblea General de Naciones Unidas para intensificar los esfuerzos mundiales y eliminar la mutilación genital femenina. Cálculos de la Organización Mundial de la Salud indican que, cada año, 3 millones de niñas sufren esta práctica en todo el mundo.
En México, el tema puede parecernos ajeno, pero la semilla que ha dado lugar a esta indescriptible práctica sí la tenemos aun en estos días. Porque si bien nos encontramos en pleno siglo XXI, en el que se habla de tolerancia e inclusión, en nuestra sociedad permea una fuerte doble moral en torno a la sexualidad femenina.
Esta postura se puede ver en los medios que promueven la imagen de una mujer libre, sensual y, ¿por qué no?, capaz de ejercer y disfrutar de su vida sexual a plenitud, lo que no ocurre en el día a día de la vida cotidiana.
El placer es objeto de censura. La sola insinuación de su presencia es incluso penalizada. En Canadá, un juez, Robin Camp, está siendo investigado por varios comentarios machistas que hizo en septiembre de 2014, durante el juicio a una mujer víctima de violación. El magistrado, entre otras afirmaciones, manifestó que “a veces el sexo y el dolor van juntos, y eso no es necesariamente malo”.
Esta frase, aunque patética, podría entenderse como proveniente de un “macho”. No obstante, en semanas pasadas, otra nota desató polémica. De acuerdo con el sitio digital El Español, se abrió un expediente disciplinario a una jueza española para investigar el trato que dispensó a una mujer que denunció haber sido víctima de dos violaciones por parte de su ex pareja. La denuncia fue interpuesta debido al contenido del interrogatorio que se hizo a la demandante. En particular, la queja se refiere a que la jueza preguntó a la mujer: “¿Cerró bien las piernas? ¿Cerró toda la parte de los órganos femeninos?”.
Estos no son casos aislados. Son producto de una doble moral en torno al ejercicio de la sexualidad de acuerdo con el género. Es una dualidad donde el placer y su disfrute son inalienables para el hombre, pero en el caso de la mujer no sólo es cuestionado, sino que llega a ser penalizado. Como si el placer eximiera el agravio, “hasta le gustó”, escuchamos de lejos.
Al parecer, el placer sexual se convierte en una arena donde dos seres se confrontan, pero sólo a uno le está concedido ganar. El placer, que es la victoria de uno, se convierte en elemento vedado para la otra. Porque si bien la búsqueda del placer es personal, lo que legitima toda relación es el consenso y la oportunidad de disfrutar por igual sin el temor a ser censurada socialmente.
Lo que es una realidad es que mientras no tengamos igualdad en todos los ámbitos incluido el sexual, la batalla la seguiremos perdiendo todos. Cuando se habla del derecho a decidir no sólo se trata del ejercicio de la libertad a decir “no”, sino al de experimentar placer sin remordimiento ni cargo de conciencia. Y, por supuesto, sin temor tampoco a violentar la ley. Derrotar la inequidad necesariamente pasa también por democratizar el goce.