El telar de la memoria: Concordia y dignidad en el Museo Nacional de Antropología
Por. Boris Berenzon Gorn
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La concesión del Premio Princesa de Asturias de la Concordia 2025 al Museo Nacional de Antropología de México es mucho más que un galardón internacional: es un reconocimiento profundo a una institución que encarna la memoria viva de los pueblos. Los museos, lejos de ser simples contenedores de objetos, son espacios esenciales para las sociedades: resguardan la herencia cultural, dan sentido al pasado y lo proyectan hacia el futuro. Son lugares donde se construye identidad, se fomenta el diálogo intercultural y se cultiva el sentido de comunidad. En sus salas, se entrelazan la historia, el arte y la ciencia para ofrecernos un relato compartido, diverso y dinámico. En este contexto, el Museo Nacional de Antropología se revela no como una entidad estática, sino como una obra en perpetua elaboración: un telar cultural donde generaciones de arqueólogos, historiadores, antropólogos, museógrafos, curadores, diseñadores, arquitectos y pensadores han tejido, con manos firmes y miradas diversas, la compleja trama de la humanidad. La trama de una narrativa nacional compleja, vasta y diversa y por ello lejana de los esencialismos.
Este reconocimiento no se dirige únicamente al edificio ni a su monumental acervo, sino a una forma de concebir el patrimonio como parte constitutiva de la conciencia colectiva y la comunidad en todas sus escalas. En su interior, cada piedra, códice, escultura, fotografía, o textil ha sido elegido y dispuesto no solo como objeto digno de admiración, sino como portador de significado, como punto de partida para una conversación profunda sobre el pasado, el presente y el futuro de México. El museo no simboliza únicamente la riqueza de las culturas originarias: representa también la posibilidad de la reconciliación entre tiempos, memorias, pueblos y saberes. Sin necesidad de enfrentamientos estériles o epistemologías hegemónicas que no condujeron a ningún lado pues en la diferencia y la igualdad donde crecen las interpretaciones de una nación.
Erigido en 1964 bajo la visión arquitectónica de Pedro Ramírez Vázquez, el Museo Nacional de Antropología no solo introdujo una nueva estética museográfica, sino una manera radicalmente innovadora de relacionarse con la historia. El proyecto fue —y sigue siendo— una declaración ideológica y pedagógica: mostrar que México no es una suma de ruinas ni una mitología romántica, sino una civilización viva, tejida con los hilos de múltiples lenguas, resistencias, cosmovisiones y expresiones. Desde entonces, una vasta red de colaboradores ha nutrido esta visión inicial, reescribiéndola, ampliándola, descentrándola con cada nueva exposición, con cada sala reconfigurada, con cada acto curatorial que incluye, resignifica y visibiliza.

Durante seis décadas, el museo ha sido una entidad en movimiento. Sus muros resguardan un archivo que no cesa de renovarse: con cada hallazgo arqueológico, con cada reforma museográfica, con cada esfuerzo por incluir voces largamente silenciadas. La reciente reapertura de varias de sus salas etnográficas —ahora centradas en las historias de resistencia, en las luchas territoriales y lingüísticas, en la dignidad cultural de los pueblos afromexicanos y originarios— no es un gesto decorativo, sino una reafirmación de principios.
Es el museo hablando en el lenguaje de la contemporaneidad, abrazando los nuevos marcos legales que reconocen a estos pueblos como sujetos plenos de derecho, y encarnando un compromiso profundo con la justicia simbólica.
El Museo Nacional de Antropología es símbolo en varios niveles. Es símbolo de una cultura que no ha olvidado sus raíces originarias ni ha sucumbido ante el relato unívoco del mestizaje como destino cerrado. Es símbolo de la posibilidad de construir un país donde la diversidad no se tolera pasivamente, sino que se celebra y se protege. Es símbolo también de la cultura entendida como infraestructura de paz: como campo de negociación, de memoria compartida, de reconocimiento mutuo.
La concesión de este premio adquiere un significado aún más profundo en el contexto de las relaciones históricas entre México y España. Lejos de evadir las complejidades del pasado, este reconocimiento celebra la capacidad de la cultura para tender puentes, abrir espacios de diálogo y fomentar una comprensión más rica y matizada entre naciones. No es un gesto simbólico vacío ni una estrategia diplomática superficial, sino una afirmación del papel central que juega la cultura en la construcción de vínculos auténticos y duraderos. Al recibir este galardón, el Museo Nacional de Antropología se erige no solo como testimonio del esplendor cultural de México, sino también como un emblema de cómo el arte, el conocimiento y la memoria compartida pueden convertirse en herramientas poderosas para la concordia y la diplomacia cultural.
Es urgente que este momento se traduzca en acciones sostenidas. La cultura no florece en la excepcionalidad, sino en la constancia. Por ello, es imprescindible que este reconocimiento impulse y convoque al proyecto cultural de Estado actual que fortalezca las instituciones existentes, que democratice el acceso a los saberes y que proteja las manifestaciones culturales de las comunidades vivas.

Este museo, con su emblemático paraguas de concreto suspendido sobre la fuente del patio central, parece metaforizar su propia función: cobijar la pluralidad desde un centro simbólico, proteger las lluvias de la historia sin perder el contacto con el cielo abierto de la imaginación. Ese gran paraguas no solo resguarda estelas y esculturas: resguarda el derecho de un país a narrarse desde su complejidad, su dolor, su belleza y su esperanza.
Varias generaciones han trabajado para que el Museo Nacional de Antropología no se convierta en un mausoleo del pasado. Desde los arqueólogos pioneros como Alfonso Caso hasta los curadores contemporáneos que revisitan críticamente el canon; desde los museógrafos que han transformado las vitrinas en espacios de diálogo, hasta los pueblos representados que hoy exigen ser no solo objetos de estudio, sino sujetos de representación; todos han contribuido al tejido fino de este telar institucional. En él se entrecruzan la técnica con la visión, el saber con el sentir, la historia con la voluntad de futuro.
El Premio Princesa de Asturias de la Concordia 2025 no premia una obra concluida, sino una obra viva. Nos recuerda que la concordia no es un estado, sino un proceso; no un logro solitario, sino una tarea colectiva. Y que la cultura, cuando se encarna en instituciones como el Museo Nacional de Antropología, no es ornamento, sino arquitectura de sentido. Hoy, más que nunca, es tiempo de protegerla, ampliarla y multiplicarla. Porque allí donde se honra la diversidad, florece la paz.
En este momento de reconocimiento internacional, cuando el Museo Nacional de Antropología recibe el Premio Princesa de Asturias de la Concordia, no basta con la celebración: es necesario transformar este acto simbólico en una plataforma de acción cultural sostenida. Que este galardón nos convoque a renovar el compromiso con nuestras instituciones culturales como espacios de pensamiento, memoria y diálogo. Que inspire a los gobiernos, las academias y la sociedad civil a garantizar su permanencia, su renovación crítica y su plena accesibilidad. Que impulse políticas públicas que reconozcan, no desde la tolerancia sino desde la justicia, la riqueza viva de los pueblos originarios y afromexicanos. Y que motive a las nuevas generaciones de arquitectos, museógrafos, antropólogos, lingüistas y creadores a seguir tejiendo este telar colectivo que no termina nunca de construirse, porque su materia prima es el tiempo, la identidad y la esperanza. La concordia no es un premio: es una responsabilidad compartida. Y la cultura, su camino más firme.