miércoles 21 mayo, 2025
Mujer es Más –
COLUMNAS COLUMNA INVITADA

El poder subversivo de la solidaridad

Por. Boris Berenzon Gorn

X: @bberenzon

 

A Emiliano Barajas Berenzon

 

En una calle cualquiera de una ciudad sin nombre, una mujer mayor tropieza con una bolsa de compras excesivamente cargada. Un joven, al percatarse de su dificultad, se detiene y le ofrece su ayuda, intercambiando con ella una sonrisa fugaz, casi inapreciable, en la que se condensan infinitas historias de humanidad compartida. Este sencillo gesto, ajeno a la mirada de la multitud, parece intrascendente, y, este acto, encierra una verdad profunda y esencial: en nuestra fragilidad y cotidianidad, somos, en última instancia, comunidad. No hay lazos previos entre estos dos seres; no se deben favores ni promesas. No obstante, en ese instante de encuentro, el acto de cuidado mutuo, por breve que sea, se erige como un contrapeso a la fractura que atraviesa nuestro mundo.

En una época definida por la prisa, la competitividad y la desconexión, en la que la solidaridad se ha desdibujado y la comunidad se ha convertido en un concepto alienante, estos actos mínimos de humanidad resisten y subvierten la lógica dominante. La solidaridad, cuando es genuina, se constituye como un acto de profunda subversión. Y lo es porque, en un contexto social que celebra el individualismo y fomenta el desdén por el otro, los gestos que buscan el bien común, el bienestar del otro sin retorno, desafían las narrativas hegemónicas del mercado y el poder. En este escenario, lo humano no se agota en la noción del “yo”, sino que cobra sentido en el encuentro, en la fragilidad compartida y en la ternura de un cuidado desinteresado.

No obstante, la palabra “solidaridad”, como muchas otras, ha sido despojada de su sentido original, tanto en los discursos oficiales como en las ideologías de los poderosos. Su empleo ha sido manipulado hasta convertirse en un instrumento político y mediático que poco tiene que ver con su contenido ético y social. En el caso de Polonia, el movimiento Solidarność, que inicialmente encarnó la lucha de los trabajadores contra el autoritarismo y la explotación, fue transformado con el tiempo en un símbolo ambiguo, despojado de su carga reivindicatoria y absorbido por las dinámicas del poder político y económico. En México, durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, el concepto de solidaridad se convirtió en una herramienta de control, un programa asistencialista que, lejos de fomentar la cooperación y el cuidado mutuo, sirvió para consolidar el poder político y la dependencia clientelista.

La verdadera solidaridad no necesita ser legitimada por las grandes estructuras de poder. Ella se expresa en los gestos cotidianos, sencillos y humildes, que emergen en el intercambio entre seres humanos. No se requiere de discursos grandilocuentes ni de campañas mediáticas que le otorguen visibilidad; la solidaridad se materializa en la mano tendida, en la comida compartida, en la vida que cuida a otra vida. Estos actos, aunque no sean celebrados ni reconocidos, son los que preservan el tejido social, los que resisten al desmoronamiento de la comunidad y la empatía.

En este contexto, es necesario recuperar la verdadera esencia de la solidaridad, no como un eslogan ni como un favor, sino como un vínculo esencial entre los seres humanos. Recuperar la solidaridad en su dimensión más profunda implica entender que no se ejerce desde la verticalidad, sino en la horizontalidad de las relaciones humanas, entre iguales. Es un acto que emerge desde el reconocimiento de la dignidad del otro y de la interdependencia inherente a nuestra condición humana. Elegir al otro, sin reservas ni cálculos, es una forma de resistencia ante la lógica de deshumanización que caracteriza a las sociedades contemporáneas.

Vivimos en tiempos en los que la soledad se ha convertido en la forma más común de existencia. Nos encontramos rodeados de pantallas que prometen conexión y, sin embargo, nos dejan en un estado de vacío existencial. Las interacciones humanas se han despersonalizado, transformándose en interacciones superficiales, mediadas por dispositivos que despojan a la experiencia de su riqueza afectiva. Este fenómeno se enmarca en un sistema que se alimenta de la competencia y la fragmentación, y que se regocija en la caída del otro, transformando las crisis en entretenimiento y el sufrimiento ajeno en una mercancía informativa.

Ante este panorama, la solidaridad se erige no solo como una alternativa ética, sino como una forma radical de insurrección. Decidir ver al otro, acercarse sin juicio, tender la mano sin esperar recompensa, construir relaciones auténticas al margen de los intereses del mercado, es un acto de rebelión contra la lógica de la indiferencia. En un mundo que busca fragmentarnos, la solidaridad representa una amenaza, pero también una esperanza renovada.

La solidaridad, en su más genuina expresión, nace del afecto. La empatía, esa capacidad de sentir el dolor ajeno como propio, es la fuerza que nos impulsa a cuidar y proteger al otro. En tiempos de crisis —ya sea por un terremoto, una pandemia o una pérdida personal— la respuesta comunitaria es, casi siempre, afectiva. La red invisible de apoyo mutuo, tejida por abrazos, palabras de consuelo y alimentos compartidos, se erige como la base sobre la que se construye el tejido social. La solidaridad no es solo una aspiración ética, sino una necesidad humana fundamental que nos recuerda que no estamos aislados, sino intrínsecamente conectados.

A lo largo de la historia, la solidaridad ha sido un acto político primordial. Desde las primeras comunidades humanas, mucho antes de que existieran los estados o las leyes formales, la cooperación y el cuidado mutuo fueron las bases sobre las que se construyeron las sociedades. En la caza colectiva, en el reparto de alimentos, en el cuidado de los más vulnerables, se forjaron los primeros lazos de humanidad. La solidaridad no es un valor marginal ni accesorio, sino una arquitectura esencial para la supervivencia humana. En este sentido, la solidaridad es una práctica profundamente política, pues desafía la lógica capitalista del individualismo y la acumulación.

El capitalismo ha logrado imponer un relato en el que la figura del individuo aislado, autónomo y autosuficiente es celebrada como el modelo a seguir. La comunidad y la interdependencia son vistas como debilidades, y el apoyo mutuo es considerado un error que debe corregirse. Esta narrativa reduce la humanidad a una serie de competencias aisladas, ignorando que el verdadero progreso y bienestar dependen de los lazos de solidaridad que construimos entre nosotros.

En este contexto, la solidaridad se convierte en un acto subversivo, pues socava los cimientos de un sistema que premia la competencia y la desigualdad. Los movimientos sociales, las cooperativas, las redes de apoyo mutuo y las iniciativas comunitarias representan formas de organización política que no buscan la dominación ni la imposición, sino la creación de nuevas formas de vivir en conjunto. La política de la solidaridad, en este sentido, es una política del común, una política del cuidado.

Finalmente, la solidaridad es una justicia en movimiento. No es un gesto de caridad, no es dar lo que sobra, sino un reconocimiento profundo de la dignidad humana. En un mundo estructurado para dividir y explotar, la solidaridad representa la construcción de una historia alternativa, una historia en la que lo común y lo colectivo sean los pilares de la existencia humana. Es un acto radical que desafía las normas establecidas, y que, en su modestia, nos recuerda que la verdadera humanidad reside en la capacidad de cuidar y ser cuidados.

 

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