Por: Adriana Segovia y Guadalupe Salmorán
Para María Luisa Castro
Frente a este 8 de marzo, como mujeres de diferentes generaciones, nos preguntamos por qué seguimos viviendo y rodeadas, en nuestros medios profesionales y personales, de malestares y opresiones que emanan del sistema patriarcal, incluso cuando hemos podido estudiar más que nuestras madres; cuando nuestra capacidad o derecho a estudiar no ha sido cuestionado, ni se nos mandató a la maternidad o a ser esposas como nuestros destinos ineludibles. Nos rodean formas “sutiles” de desigualdad de género que resultan difíciles de visibilizar, nombrar y resistir.
Nos parece que las voces de las mujeres –su volumen, su posibilidad de ser escuchadas y reconocidas– son, en un sentido metafórico y literal, un derecho. Son un instrumento de presencia y un indicador, tanto a nivel individual como público, de su capacidad de hacerse oír. Sin embargo, muchas voces femeninas siguen siendo acalladas, ignoradas o de plano descalificadas por razón de su género. Al mismo tiempo, las mujeres han tenido que luchar por conquistar sus propios territorios, sus espacios de legitimidad, tanto en el ámbito público como privado, para dejar de ser nosotras el territorio de alguien más. Les presentamos tres viñetas de la vida de tres mujeres que ilustran estas realidades.
La hermana que nadie escuchaba
Sonia es una mujer de 41 años y la menor de tres hermanos. Sus dos hermanos varones, apenas uno y dos años mayores que ella, siempre fueron tratados de manera diferente. Sonia creció en una familia de clase media, educada con mandatos del tipo: “que te acompañe tu hermano porque tú no vas a saber llegar”, o “no le vas a entender a ese instructivo, que lo revise tu hermano”.
Hoy, en su vida adulta, sus hermanos viven en una ciudad y ella, casada, en otra, en la que vive su mamá. Sonia es ama de casa y ha asumido el cuidado de su madre enferma: la lleva a todas sus citas médicas, compra sus medicinas y se las organiza. Sin embargo, en una reunión familiar, cuando sus dos hermanos conversan con su madre sobre los siguientes pasos en su tratamiento, Sonia intenta tomar la palabra para explicarles lo que ella sí sabe sobre la condición de su mamá y lo que sigue. Los hermanos siguen platicando, discutiendo y hablando como si ella no existiera. Siempre ha sido así, cuenta llena de rabia. “Siempre fui la hermana menor que no tenía voz, la que no se escuchaba”. Su opinión o sentir nunca contaron. Si grita o llora, voltean solo para verla como niña, irracional o berrinchuda.
Sonia trabaja para encontrar su voz. Aún le cuesta distinguirla, no sabe cuál es el tono que prefiere, porque en el contexto familiar muchas veces calla, pero tampoco se le escucha si grita. Desarrollar su voz no es para que la escuchen sus hermanos –quizá nunca lo hagan– sino para habitar el territorio de su adultez, para tomarlo, no para que se lo concedan.
Cuando tienes voz, pero se quiebra
Elena creció en un pueblo de Guanajuato, donde estudió hasta la secundaria antes mudarse a la capital del estado para cursar la prepa y luego la Universidad. Actualmente estudia un posgrado en la Ciudad de México. Nadie le prohibió o desanimó para estudiar. Pero ha tenido que trabajar mucho para mantenerse económica y emocionalmente, lejos de su familia de origen.
Ella llega a terapia porque un día se quiebra mientras exponía en un coloquio de su especialidad, junto a un compañero. En la sección de preguntas recibió algunas críticas, quizá atendibles, pero que fueron hechas en un tono de regaño y descalificación por algunos hombres que la hicieron trastabillar. Literalmente, se le fue la voz. Los comentarios a su compañero, aunque críticos, no tuvieron ese tono descalificador. ¿Es Elena insegura y su compañero no? ¿El público masculino trató a propósito peor a Elena que a su compañero? ¿Qué hace que algunos hombres se sientan con el derecho de interpelar, interrumpir o corregir a las mujeres en espacios como estos? No, no es la imaginación de Elena. No, no es nuestra imaginación. A veces, ciertas voces masculinas se refuerzan entre sí en un juego de poder que consiste en descalificar y someter al otro. Y con frecuencia ese “otro” es una mujer.
Es en realidad el juego patriarcal de la competencia –donde el objetivo es “acabar” con el otro en lugar de dialogar– que muchas veces perjudica a las mujeres, cuando se activan las desventajas de una socialización en subordinación. Elena ha desarrollado fortalezas para lograr un posgrado, pero siempre hay un debate interno con los mandatos de su familia: “mientras más estudies, más difícil será que tengas pareja”.
Por eso, a pesar de todo lo que ha logrado, de la voz que ha construido y del territorio que ha conquistado con su carrera, que disfruta y le satisface, hay momentos en los que duda si se está equivocando, y si algunas voces descalificadoras parecen reafirmárselo, su voz se pierde. Pero Elena no quiere que su voz dependa de la aprobación ajena. Trabaja en su propio poder, en consolidar su propio territorio, uno donde equivocarse no sea un fracaso de vida y donde hablar en voz alta no se sienta como una traición a las calladas voces de algunas de las mujeres de su familia.
Hazlo como hombre y triunfarás
Teresa es una joven académica de 35 años que quiere abrirse paso en los medios de comunicación. Aunque ha logrado participar en plataformas de instituciones públicas, ella quiere llegar a “los grandes foros”, a las mesas de debate que están acaparadas por “ceñoros, blancos privilegiados” (sic). Le fastidia tener que seguir leyendo columnas de opinión escritas por hombres en el 90% de los casos. Está harta de que “los hombres le expliquen cosas”, incluso si esas grandilocuencias vienen de sus amigos, los dizque “izquierdistas”. Le da miedo perder amigos por su postura, incluidos los de su misma edad que se jactan de ser “progres” y hasta “aliades”, pero es mayor su fastidio por la complicidad que hay entre ellos para legitimar la exclusión sistemática de las mujeres en la arena pública.
Las escasas veces que ha estado en radio o TV, le dicen que intente “hacerlo como los hombres y triunfará”, “vete más a la yugular”, “proyecta seguridad” y “no muevas tanto las manos”. Pero cuando cree lograrlo, le recomiendan lo contrario: “no seas tan agresiva”, “no seas tan protagónica”, “modérate”. Siempre está en falta. Sabe que “hacerlo como ellos” no le garantizará el éxito, ni le bastará porque no sería ella misma.
Hazte un territorio y ten una voz pública
Que las mujeres se hagan de voz pública en un “un mundo de hombres”, como dice la canción de James Brown, sigue siendo una actividad de alto riesgo. Puede parecer paradójico que al hablar de las voces (así en plural) de las mujeres en la arena pública, tengamos que hablar de ellos. Pero, si ajustamos bien los lentes, veremos que de lo que realmente estamos hablando es del patriarcado. Entiéndase bien el (mayor) problema no son los hombres, ni su voracidad por ocupar todos los espacios posibles, ni siquiera su amor desmedido por el encanto de su propia voz.
El problema es que las mujeres que nos atrevemos a intervenir en el debate público lo hacemos desde una posición de desventaja histórica y estructural, en el que nosotras entramos estigmatizadas. La razón la sabemos todos: hemos estado excluidas de “ese territorio” por milenios. Nuestra voz en la vida pública se cuenta en décadas, no más. Hasta antes de ese momento, dicho espacio había sido construido exclusivamente por ellos y para ellos. Por lo mismo no resulta extraño que el parámetro del liderazgo, de autoridad y de performance público siga siendo el de la masculinidad hegemónica: el del hombre seguro, fuerte y racional. Y, por eso mismo, no es raro que las mujeres seamos juzgadas con esa misma vara.
El mito de la falta de seguridad o autoestima
Cuestionamos la idea de que cuando la voz de una mujer se corta o le es arrebatada, se trata de una falta de seguridad o autoestima. Lo mismo aplica para cuando le cuesta tomar la palabra, el micrófono, el espacio o el territorio frente a los hombres, ya sea en el hogar o en el ámbito profesional.
Reducir estas experiencias a la inseguridad o falta de autoestima de las mujeres, quienes somos juzgadas por la relación en la que estamos o por nuestra forma de ejercer poder, es ignorar la forma hegemónica y desigual en que hemos sido socializados hombres y mujeres. A los primeros, generalmente, se les educa para sentirse dueños del espacio: por eso muchos ocupan con naturalidad lo mismo más lugar de la cama, en la mesa, en los espacios públicos o de poder. Las mujeres, en cambio, hemos sido socializadas en la subordinación, en el servir y obedecer a los otros y en el mandato de no enojarnos ni gritar “para no perder nuestra feminidad o buena imagen”. Hemos tenido que gritar, llorar y romper barreras frente a ellos y frente a todo. Pero encontrar el tono de la voz propia y la forma de habitar los territorios conquistados no es suficiente; el verdadero desafío es mantenerlos sin reproducir las lógicas del juego patriarcal. El reto es habitar esos territorios que siguen siendo patriarcales, y al mismo tiempo resistir y deconstruir sus reglas, de forma más colaborativa que competitiva, sin violencia y sin oprimir a otras u otros.