jueves 02 mayo, 2024
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«TENGO ALGO QUE DECIRTE» Cabina telefónica

Por. Citlalli Berruecos

A mis 20 años, tuve la gran oportunidad de estudiar en España gracias a dos becas académicas. Es una locura decirles que, en esos tiempos, “mis épocas”, no existían los celulares ni internet. Uno pensaría que esto sucedió hace cientos de años, pero no es así… son sólo 25 a 30 años en los que la tecnología ha avanzado tanto que permite que podamos estar comunicados de muchas maneras en cualquier momento o lugar; por mensaje de texto, WhatsApp, redes sociales, videoconferencia, y todo desde la comodidad de nuestro celular. Pero entonces, ¿por qué es tan difícil comunicarse ahora?

Recuerdo que en esos tiempos de estudiante pobre y con limitaciones, revisaba diariamente el buzón a la entrada de mi edificio. Vivía en una buhardilla donde lo que sonaba a romántico era en verdad incómodo; no es fácil vivir literalmente agachada para no darte en la cabeza y tener sólo un espacio de pocos metros donde podías estirarte. Un amigo querido decía que mi baño era feminista pues obligaba a los hombres a sentarse. Regreso al buzón: abría el portón pesado, daba unos pasos y con una llave pequeñita que nunca podía perderse, abría su puerta milagrosa que podía darme noticias, aunque viejas, de mi familia y amigos. Esperaba ansiosamente las cartas largas de mi madre, quien me contaba hasta el más mínimo detalle de la vida cotidiana. Ese día en el que el buzón me daba luz, corría 84 escalones para leer detenidamente lo que me decía, palabra por palabra, entendiendo que sus letras eran hechos de un mes y medio atrás y que lo que yo le respondiera, le llegaría por lo menos un mes y medio después gracias al correo que se tomaba su tiempo. No sabía si la lentitud en la llegada de noticias era para mantenernos en suspenso y aumentar la emoción al recibir la carta.

Como no tenía acceso a un teléfono, para hablar con mis padres, nos poníamos de acuerdo en una fecha y hora exacta en la que les llamaría. Marcaba ese día en mi calendario, aunque era obvio que estaba inscrita en mi corazón y no tenía que ponerle alarma. Cuando llegaba ese día, el cosquilleo aumentaba conforme se acercaba el momento y me tomaba mi tiempo para caminar unos quince minutos con calma atravesando Plaza Mayor y Puerta del Sol hasta llegar a la Gran Vía donde se encontraba la oficina de Telefónica que tenía unas cabinas mágicas. Tenías que registrarte primero, pedía que fuera llamada “salvo buen cobro” para que mis padres aceptaran el cargo, pues si tenía que pagar yo limitaría el acceso a mi comida semanal, me daban el número e iba a la cabina asignada, me encerraba dentro de ella con mis emociones escuchando el silencio y ruido en diferentes idiomas por quienes estaban en las cabinas anexas y esperaba el “ring” que me indicaba tomar el auricular en el que me informaban que mis padres aceptaban el cargo y nos conectaban. ¡Qué alegría escucharlos! ¡Emoción total! Hablábamos con calma y nudo en la garganta, aunque limitado al pendiente de lo que después les cobrarían en la llamada. Tengo marcado el día de invierno, tapándome hasta las uñas, en el que fui a llamarles acompañada de una fiebre de varios días para asegurarles que estaba bien. ¿Qué necesidad de preocuparlos si no podíamos hablar pronto de nuevo y las cartas serían obsoletas? Sólo escuchar su voz, era la medicina que necesitaba para seguir adelante. De regreso, me permitía comprarme unos pastelitos en la calle Toledo para festejar el cariño y amor desbordado en unas cuantas palabras.

Nuestro silencio y el de las nuevas generaciones ha sido un tema en cafés y tequilas con mis amistades. No sé si es por la número masivo de opciones tecnológicas y de la cantidad desbordante de información, si es por el hartazgo que se prefiere decirse a uno mismo “al rato contesto”, si es por la mezcla de trabajo y vida en unos cuantos aparatos, si es por la selección, prioridades y el valor que uno le otorga a los contenidos de los mensajes, o por alguna otra razón; comunicación que se siente limitada como en mis épocas de cartas por correo o cabinas telefónicas, pues hoy hay quienes no envían mensaje de inicio, te dejan en “visto” y/o no contestan. Para mi (no sé si para ustedes también, ya me dirán) lo importante es aprovechar lo que ofrece la tecnología para estar conectados con amigos y familia en cualquier momento respetando sus tiempos, saber si están bien o mal, aunque sea con un mensajito (incluso para avisar que no se puede contestar en el momento), en fin, para hablar desde las tonterías más brutas hasta temas filosóficos de vida. Hoy se tienen todas las opciones para llevarlo a cabo. ¿Será que la tecnología hace que se olvide la espera ansiosa de las palabras escritas o la caminata enferma y fría para disfrutar, saberse y sentirse un poco cerca? ¿Será que las nuevas generaciones no han tenido la oportunidad de vivirlo para darle un valor especial a un mensaje por más pequeño que sea? ¿Será que al tener tantas opciones uno prefiere esconderse del agobio y no hablar más?

Comunicarse es estar cerca, demostrarse interés, cariño, amor. Comunicarse ahora es fácil. Es sólo querer hacerlo.

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