Por. Boris Berenzon Gorn
Ágil, nerviosa, blanca, delgada,
media de seda bien restirada,
gola de encaje, corsé de crac,
nariz pequeña, garbosa, cuca,
y palpitantes sobre la nuca
rizos tan rubios como el coñac.
Fragmento de “La duquesa Job”
de Manuel Gutiérrez Nájera
El racismo no es nuevo y por desgracia no parece que muera pronto. A pesar de que las ciencias naturales como la medicina, genética o antropología física han asegurado que la existencia de humanas no es sostenible, a nivel sociológico el concepto existe y funciona, toda vez que produce consecuencias que afectan a los individuos con características fenotípicas específicas. Las diferencias físicas han justificado una enorme cantidad de injusticias en la historia: se les ha empleado para sostener el derecho de dominio, conquista o exterminio, para establecer lugares y roles asociados dentro del estrato social, para explotar sin consecuencias el trabajo y el cuerpo de los otros.
Si bien, la antigüedad clásica grecorromana nos legó los pilares de la cultura occidental, poco se menciona el hecho de que ambas realidades, tanto la griega como la romana, se sostuvieron sobre el trabajo esclavo y que la mayoría de los esclavos pertenecieron a etnias diferentes a la dominante; el mismo Aristóteles defendió en su Política la idea de la esclavitud por naturaleza. Durante la Edad Media la situación no cambió demasiado, Occidente se construyó sobre el cristianismo y se pensaba que las personas del mundo eran descendientes de los hijos de Noe: Set, Cam y Jafet. Al ser Cam receptor de una maldición, se insistía en que las tribus negras provenían de él y que, por ser su padre pecador, sus descendientes estaban condenados a servir a los descendientes de sus hermanos de piel blanca.
Después de la conquista de América, las castas defendieron la pureza de la sangre, a mayor cantidad de sangre indígena o negra, la casta era considerada inferior y las diferencias tenían un importante peso jurídico, de tal suerte que las personas con predominancia de sangre negra se encontraban en la base de la pirámide, seguidos por indígenas, luego los blancos nacidos en las Indias y finalmente los blancos peninsulares. En los años de la independencia mexicana la situación mundial con respecto a las razas siguió teniendo consecuencias severas.
El imperialismo decimonónico se construyó con la sangre de los esclavos africanos, el saqueo e invasión de sus pueblos y la explotación de sus minas y otros recursos naturales. A muchos se les olvida que la fallecida reina Isabel II era la representante de Estado de la Commonwealth y que en la mayoría de los dominios de la Corona cuya población es predominantemente negra, se puede narrar la historia desde la colonización y el dominio. El presente tendría dimensiones monumentales si nos detuviéramos a mencionar todos los episodios donde los discursos racistas han servido para dominar y oprimir, aunque algunas palabras clave nos llegan a la mente: guerra de secesión, nazismo, fascismo, holocausto judío, “el peligro amarillo”, Nelson Mandela, Black Lives Matter, y la lista sigue y sigue.
Cuando estalló la guerra en Ucrania, cientos de medios internacionales, muchos de ellos europeos, mostraron su repudio e indignación ante los deleznables sucesos que la guerra había acarreado. Frente a la cólera de muchos—y por desgracia, la aprobación de muchos otros—los medios se lamentaban ver a personas blancas sufriendo, a niños, mujeres y ancianos de ojos claros y pieles rubias experimentando los efectos de la violencia. Hubo quienes aseguraron que estaban acostumbrados a ver las imágenes bélicas provenientes de Oriente Medio o África, pero que no podían aceptar que esto estuviera pasando en el primer mundo.
El racismo pues, no únicamente es histórico, sino estructural. Se nos inculca desde pequeños, se aseguran privilegios para las personas cuyo fenotipo corresponde con el hegemónico y la exclusión para el resto existe en todo el mundo, no sólo en los países predominantemente blancos. En México, diversos estudios se han dedicado a analizar el peso de la pigmentocracia en las relaciones sociales y efectivamente, se ha comprobado que las personas con pieles más oscuras tienen menos oportunidades educativas y laborales, pertenecen a los estratos más desfavorecidos de la sociedad, son acosadas y atacadas por su aspecto físico, reciben tratos diferenciados en las instituciones, entre otros factores. En este caso, resulta risible que basándose en la experiencia de algunas excepciones a la regla se niegue la existencia del racismo y sus efectos, tal y como ocurrió con la patética imagen de la diputada panista América Rangel defendiendo a Sonora Grill.
Las excepciones son excepciones precisamente porque confirman la regla, así de simple. Aunque en nuestro país la gran mayoría de los mexicanos tiene la piel morena, puesto que descendemos mayoritariamente de los pueblos indígenas que habitaban lo que hoy es México en el momento de la conquista, se nos ha enseñado a asignar valor a las personas en función de sus rasgos occidentales. Tristemente, las personas morenas que tienen la piel un poco más clara que el resto, se consideran a sí mismas superiores y son agentes activos en las actitudes racistas, a pesar de que se reconocen “inferiores” a las personas blancas. Esta realidad es difícil de creer, pero por desgracia, se inserta en el fondo del imaginario.
México, ese país mestizo y multicultural donde tenemos una larga historia que ha pasado por la colonización y el dominio, ese país que celebra su independencia de la monarquía, ese fue también el tercer país del mundo donde hubo más reacciones de “dolor” ante el fallecimiento de la Monarca Isabel II. México, el país que expulsó a Maximiliano y que ha defendido la República, es el lugar donde viven personas que enseñan a sus hijos a pensar que la monarca británica es “su abuelita”, que son incapaces de comprender el símbolo de poder y de dominio que implica la monarquía para el mundo y para los miembros de la Commonwealth, que celebran el despilfarro de la familia real y se entretienen con el espectáculo mediático.
También es México, repito, el país donde la ascendencia indígena es predominante, uno de los que ha mostrado mayor indignación ante la designación de una sirenita negra. Los argumentos en contra, por supuesto, son velados y la generación que vio a las princesas Disney en su versión animada se siente ofendida de que cambien las historias con personajes que “no se parecen a los originales”, pero esas mismas personas aceptan los valores que esas historias sostienen: los roles de género, las violencias, el clasismo, los privilegios, y un largo etcétera. Les molestan los elfos y personajes negros con cabello rubios, ¡en las historias de ficción! Si para un argumento el color de la piel no es determinante, ¿cuál es el trasfondo de la supuesta indignación ante el cambio?
Desgraciadamente el racismo. No, el problema no es la inclusión forzada—el hecho de que Disney y otras compañías empleen a las minorías como estrategia de mercado es terrible y lo analizaremos en otro momento—sino el de la ruptura con el aspiracionismo blanco. Tenemos arraigadas concepciones que son muy graves, que conducen a la reproducción constante de la exclusión y el privilegio de los fenotipos hegemónicos, a la violencia. Es preciso admitir que los constructos asociados a las razas existen pues han tenido consecuencias sociales y deben ser erradicados.
Estamos en pleno 2022 y, sin embargo, los ideales de igualdad y equidad parecen muy lejos de hacerse realidad. La educación no ha sido suficiente para corregir el rumbo y seguirá siendo así mientras los arquetipos sociales en torno a las diferencias no se transformen, mientras se siga asociando valores al color de piel o a los rasgos físicos, mientras se estereotipe al otro por su imagen, su origen y su clase social. El sistema en su conjunto nos prepara para el racismo, incluso cuando somos parte del grupo afectado. Vale la pena parar a analizar si las ideas preconcebidas que tenemos tienen lógica, en dónde se fundamentan y qué es lo que nos molesta realmente.
Manchamanteles
En el siglo XIX la idea del afrancesamiento y el mejoramiento de la raza fue un fator común entre los intelectuales. Así como Manuel Gutiérrez Nájera plasmaba su arquetipo perfecto de fémina en “La duquesa Job”, que como es evidente, distaba mucho de la mujer mexicana; paradójicamente se promovía desde el poder la idea del “indio muerto” como elemento de identidad, es decir, del indígena de tiempos anteriores a la conquista que había construido las grandes civilizaciones mesoamericanas. De ese tiempo datan también las orgullosas estatuas de los tlatoanis y poetas mexicas, cuyos cuerpos griegos nos sorprenden tanto. Igualmente, durante el porfiriato en el contexto de los festejos por los cien años de la independencia, se ordenó que los indígenas fueran retirados de los lugares de paso de las caravanas, ya que se esperaba la asistencia de gran cantidad de extranjeros.
Narciso el obsceno
Respondió con dulzura a su hija: “es morenito, pero está bonito”, aunque podías haber “mejorado la raza”.