miércoles 24 abril, 2024
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«RIZANDO EL RIZO» ‘Fast fashion’, consumo irresponsable y explotación laboral: los rostros de la desigualdad

Por. Boris Berenzon Gorn

“La división internacional del trabajo consiste en que unos países se

especializan en ganar y otros en perder.”

Eduardo Galeano

En redes sociales se ha vuelto muy popular hacer videos mostrando los llamados hauls, compras masivas de ropa, generalmente de fast fashion, donde los influencers—o quienes no lo son—presumen a sus audiencias que lograron adquirir ropa de moda a precios de “ganga”, invitándolos a hacer lo mismo. En contraste, también se han vuelto virales las imágenes del desierto de Atacama que se ha convertido en el destino final del fast fashion, donde una enorme cantidad de prendas, muchas de ellas nuevas, son desechadas todos los días al basurero textil más grande del mundo.

Nuevas marcas, la mayoría de origen asiático como Shein, se han posicionado como productores y distribuidores de fast fashion en todo el mundo y se han vuelto famosas entre los jóvenes por ofrecer productos inspirados en marcas más costosas y por contar con gran variedad de tallas y accesorios. La producción y distribución masiva de sus productos les ha permitido abaratar costos, por lo que es común que presionen al consumidor final para que pida una gran cantidad de ropa a cambio de asumir el costo de envío. Eliminando a los intermediarios, el fast fashion se ha revelado como un negocio redondo.

Pero hablar de esta industria es tan solo un ejemplo: su existencia es el síntoma de una economía mundial enferma y de la desigualdad que la caracteriza. Examinar su funcionamiento nos permite visibilizar la enorme cantidad de problemas que conducen al trasfondo del problema: la distribución de la riqueza a nivel mundial no es justa y la manera en que funciona el neoliberalismo aprovechándose de la globalización para explotar a ciertas regiones caracterizan la nueva industria. Como suele suceder con las grandes marcas, la cadena de producción distingue al área de diseño y construcción de marca de la fabricación y distribución, ocultando—cuando no engañando—a los consumidores la forma en que se lleva a cabo el proceso. El diseño y el marketing aportan glamur, son adornos que tapan los agujeros en la pared. La fabricación y la distribución, por otro lado, se producen en condiciones ínfimas que han generado diversas polémicas mediáticas.

Empresas como Inditex, que también se dedica al fast fashion, han tenido que enfrentar el descredito de las redes sociales, donde mediante el rumor—que siempre conlleva algo de verdad— se han dado a conocer las condiciones en que se producen las prendas y su costo real. Las fábricas están ubicadas en el tercer mundo, en especial en Asia, donde la mano de obra es barata y los mecanismos jurídicos de protección al trabajador son insuficientes.

Recientemente, aparecieron mensajes pidiendo ayuda, que fueron impresos por los trabajadores de las fábricas asiáticas, en las etiquetas de Shein. Aunque la empresa ha tratado de desmentir su autenticidad, la falta de claridad sobre las condiciones de los empleados ha producido gran polémica, aunque pocas acciones. Y es que es por demás sabido que, al subcontratar fabricantes, las grandes empresas se deslindan de los riesgos y consecuencias, por lo que no están garantizados ni la seguridad ni el pago justo que las maquiladoras deberían ofrecer a su fuerza laboral. Se conocen muchos casos de explotación infantil, ancianos, personas con discapacidad y mujeres embarazadas.

Esta situación no extraña, pues viene en el paquete del modelo neoliberal, mismo que no se ha agotado ni ha encontrado un contrapeso en los organismos internacionales o en otros modelos de producción. La situación es análoga en la industria tecnológica, de muebles, construcción, alimentaria o cualquiera otra dominada por los grandes mercados. La producción se especializa subcontratando empresas pequeñas ubicadas en zonas donde los riesgos para los empresarios son pocos. Los gobiernos del tercer mundo han eliminado las barreras jurídicas tanto como les ha sido posible, con tal de que las empresas los consideren como destino de inversión, en numerosas ocasiones presionados por los propios organismos internacionales. A menudo, las grandes empresas sostienen las economías regionales porque han desarticulado la producción autosustentable; así que para los gobiernos reducir aranceles y aceptar la explotación ha sido la única salida.

En el mundo existe una desigualdad estructural que, además, se ha agudizado en las últimas décadas. Constantemente crece el número de los que tienen poco y disminuye el de los que tienen demasiado. Las medidas que los gobiernos de izquierda han implementado son, en su mayoría, a penas paliativas, pues el poder del Estado se ha ido reduciendo a nivel global ante el que detentan las grandes empresas y, a pesar del establecimiento de los programas sociales en diversas que pretenden disminuir la brecha del acceso a las oportunidades, la iniciativa privada cumple a duras penas con los requisitos para proporcionar seguridad y bienestar a los trabajadores.

La desigualdad afecta los derechos humanos, pues no solo acarrea pobreza, sino también inseguridad; falta de acceso a servicios básicos como el agua, la salud o la educación; genera inseguridad y violencia; desplazamiento forzado y migración; se refleja en la disminución de la calidad y esperanza de vida; entre otros graves problemas. El tema no compete a una sola nación, sino al mundo entero, aunque las fronteras políticas son a menudo poco representativas, pues la globalización y las comunicaciones no son un obstáculo para el poder de las corporaciones, aunque sí lo son para los migrantes.

Resolver la desigualdad estructural requiere de esfuerzos globales y es poco probable que la situación se modifique a corto o mediano plazo, aunque parece inminente la crisis del modelo a largo plazo. Sin embargo, esto no significa que todo esté perdido. Las acciones de la sociedad organizada pueden hacer el asunto más llevadero: modificar la cultura del consumo desde la niñez es nuestra responsabilidad, pues este trae consigo la huella de la explotación y el deterioro de los recursos. También vigilar que el Estado proteja al trabajador frente a la iniciativa privada y buscar apoyo jurídico ante cualquier clase de abuso e incumplimiento de la ley. 

Consumamos de manera responsable y apoyemos a la economía local, evitemos alentar el fast fashion y a las industrias basadas en la comercialización sin compromiso ambiental y laboral; pero, sobre todo, generemos acciones cotidianas para disminuir la brecha de la desigualdad que, nos demos cuenta o no, afecta a todas y todos. 

Ilustración. Diana Olvera

Manchamanteles

La falta de agua en Monterrey, que ha puesto en jaque las actividades cotidianas de los ciudadanos, recuerda la importancia de proteger este preciado recurso para garantizar la vida en la tierra: el futuro está a tan solo un paso. Paradójicamente, el 17 de junio se conmemora el día internacional de la lucha contra la desertificación y la sequía, establecido por la ONU para concientizar acerca de su uso responsable, cuya carencia pone en peligro la existencia humana. La desertificación es consecuencia de la degradación de los suelos, produce la desaparición de flora y fauna y está asociada a las actividades humanas. El lema del 2022, “Superando juntos las sequías”, es una invitación para que los seres humanos admitamos que estamos íntimamente relacionados con la catástrofe ambiental.

Narciso el obsceno 

Ya lo dijo Lope de Vega: “Quién no sabe de amor, vive entre fieras;/ Quién no ha querido bien, fieras espante, /O si es Narciso de sí mismo amante, / Retrátese en las aguas lisonjeras.”

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