lunes 29 abril, 2024
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«RIZANDO EL RIZO» ‘Atrapados en el Internet’

Por. Boris Berenzon Gorn

“Existe un ‘tecnovirus’ cuyo nivel de contaminación
 mental mengua la libertad de las personas”.
Javier Echeverría

 

El confinamiento dio un impulso cualitativo a habitar el llamado mundo digital que en otras circunstancias habría tardado más tiempo en producirse, así quedamos atrapados en el teletrabajo; la educación a distancia o el cibersexo. A algunos les resultará increíble, pero la humanidad tuvo una vida antes de Internet. Era una vida nutrida, donde el contacto humano —aun a distancia— y la comunicación también eran posibles, si bien no de manera instantánea. Si aquella era una vida mejor o peor no puede decidirlo un solo individuo, pero personalmente creo que hoy existen mejoras que nadie se atrevería a rechazar. Fuera de ello, creo que lo más justo, es decir, que no era mejor ni peor, sino diferente. Mirar esa diferencia no sólo nos hace apreciar lo conseguido; nos invita también a valorar lo que se pierde en las revoluciones tecnológicas. 

Esta columna ha sido testigo de mi crítica reiterada a los mecanismos de la web 2.0. Tanto la forma en que ha sido cooptada por los gigantes tecnológicos de Silicon Valley, como las reafirmaciones ideológicas que el sistema de consumo ha logrado a través de ella son y seguirán siendo objetos de mi análisis. Pero no hay que confundirse y dejarse llevar por lo que el mito pretende hacernos creer: la Internet no es Facebook, ni su potencial se limita a las redes sociales.

Internet nació como un terreno para materializar la utopía y me atrevería a decir que ni siquiera Mark Zuckerberg ha logrado despojarla de sus más nobles potenciales. Me opongo tajantemente a quienes buscan hacernos creer que son las redes sociales como las conocemos hoy la herramienta por excelencia para consolidar la democracia y alcanzar el máximo de los derechos a la información y a la participación ciudadana. La web 2.0 fue, casi desde su origen, raptada en su mayor parte por unos cuantos empresarios que nos han convertido en mercancía. Pero esos empresarios y sus empresas no son la Internet. No la crearon y no conseguirán absorberla por completo.

 

Es así que Internet no ha perdido su potencial utópico. Es así que a través de él aún pueden conseguirse nobles causas, como la revelación de información de interés público que las potencias internacionales preferirían guardar en un obsceno secreto. El problema es que, conforme se avanzó en su construcción, Internet fue cediendo enormes espacios frente a los apetitos irresponsables de unos cuantos grupos de poder. Y es en esa cesión, en esa pérdida, donde cabe la nostalgia. Porque, para concretar dicha pérdida, un discurso mítico se erigió para hacernos creer que esas empresas son casi redentoras y que todo antes de ello no fue vida. 

¿Qué era del mundo antes de que se erigiera el mito de las redes sociales? ¿No existían la participación, la democracia? ¿No estábamos realmente en contacto con nuestros seres queridos? ¿Estábamos aislados? Dudo que haya sido así, aunque tampoco me gustaría convertirme en un nostálgico incapaz de apreciar los beneficios del ahora. 

No considero provechoso apelar por una vuelta al pasado, pero definitivamente creo que mirar atrás nos ayuda a apreciar lo perdido y lo ganado. Este mismo esfuerzo es el que realiza Pamela Paul, periodista y autora del ensayo 100 Things We’ve Lost to the Internet. En él, navega por terrenos íntimos y sensibles de la humanidad que apuntan hacia nuestra pérdida colectiva de concentración y paciencia.

 

En este proceso hemos perdido nuestra capacidad de espera y, en distintos niveles, de mantener el foco. Pero también hemos perdido otros bienes intangibles que quizás consideremos negativos, pero que son un manantial de creatividad. Un ejemplo de ello es el aburrimiento. Nos guste o no, en el aburrimiento nacen las ideas y la necesidad de cambio. Y es también en el aburrimiento donde trabajamos nuestra capacidad de estar con nosotros mismos, de, como lo diría Jung, mirar hacia adentro y despertar. 

Paul nos muestra que en este proceso también hemos perdido objetos que antes nos parecían dignos de toda admiración. Es verdad, ese es el curso de la tecnología, pero no está mal de vez en cuando mirar los objetos que nos antecedieron y que eran de sumo valor para la humanidad. La máquina de escribir, las agendas electrónicas, los ostentosos teléfonos fijos, todos fueron objetos que admiramos por su utilidad, pero también por su belleza. En ellos queda, sin duda, una parte de nuestra historia.

Paul nos invita también a revalorar nuestra capacidad de tomar decisiones conscientes y a cuestionar su pérdida. Antes del mundo digital de hoy, nuestras opciones de compras, cine, lectura o pareja estaban limitadas y las tomábamos a mucho mayor consciencia. Hoy, la oferta excede con creces la demanda y consumimos —o nos rodeamos de— opciones que nos parecen adecuadas sólo porque están disponibles y porque sabemos que, a la primera de cambios, podemos desecharlas y encontrar cien nuevas en la misma plataforma. 

No se trata de pelearse con el presente, sino de mirarlo con ojos críticos y apreciar lo que se ha borrado del pasado. 

Ilustración. Diana Olvera

Manchamanteles 

El año se acaba con la amenaza de ómicron aún envuelta en el misterio. Si tiene un potencial dañino mayor o si sumergirá al mundo en peores crisis económicas, aun está por verse. Mientras tanto, la especulación sigue a toda potencia y las medidas que castigan a los países africanos están a la orden del día. 

Narciso el obsceno  

Era tan segura de su imagen que todo lo que hacía lo apuntaba en la redes. Un día se dio cuenta de su inseguridad y se descubrió enamorada de sí misma. 

 

 

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