Por. Bárbara Lejtik
Los trasnochados nos enteramos el lunes y ya no pudimos dormir con la conciencia tranquila y la angustia de sabernos en un estado tan vulnerable, el resto de la población se enteró el martes con las noticias y las redes sociales, para media mañana ya teníamos todos los mexicanos un veredicto, uno o varios culpables que a su vez señalan con el dedo hacia otro lado.
Nadie quiere recibir este balón, todos responden con evasivas, muestran caras molestas, se lavan las manos.
El lunes poco después de las diez de la noche, la trabe que sostiene las vías del metro de la polémica, multimencionada y mal habida Línea 12 del Metro capitalino, en la parte que va de la estación Olivos se derrumbó sin más ni más, haciendo caer al vacío el vagón con todos sus tripulantes adentro, como un tobogán que se precipita inevitablemente hacia el infierno, con usuarios que seguramente venían ya cabeceando de sueño después de un exhaustivo día de trabajo, como lo son todos los días de la semana, del mes y de todos los años para la gente de este país.
Confiados en que al pagar su pasaje de Metro compran cierto seguro y compromiso por parte del gobierno en el tiempo que dure su trayecto, ilusamente creyendo, -como quisiéramos hacerlo todos- que con nuestros impuestos, los que pagamos conscientes más a fuerza que de ganas y también con los que están implícitos en cada producto o servicio que consumimos, los elegidos por la ciudadanía cuidarán el orden, asegurarán el progreso, administrarán con honestidad las instituciones públicas lo harán. Pero no es así.
A cambio de nuestros impuestos el gobierno nos devuelve un recibo falso.
Así es como en plena contienda electoral y contrario a lo que todos los candidatos prometen, los mexicanos pudimos ver que es lo que realmente obtendremos.
Justo el lunes y en las últimas dos semanas he utilizado este medio de transporte prácticamente a diario. Justo anoche planeaba una crónica en la que narraría parte de las vivencias que ocurren cada día en las arterias de esta ciudad, en un mundo que ni Julio Verne hubiese podido imaginar, en las entrañas de la ciudad, en donde viven y transitan millones de mexicanos que no tienen otra opción para ir a su trabajo.
No es un ejercicio espiritual ni un placer burgués, de hecho siempre me ha gustado mucho trasladarme en transporte público, muchas de las mejores y peores cosas que he visto en mi vida las he vivido en ese mundo del que la gente de arriba prefiere no tener registro, poco nos importa cómo y por dónde se mueve la gente que para muchísimos, muchísimos mexicanos no existe, no tiene nombre ni historia.
Reuní algunas fotos que tomé para poder ilustrar después mis recuerdos, aprovechando la distracción de la gente, algunos absortos en sus celulares o en alguna lectura, la mayoría dormitando un poco, porque los mexicanos están cansados, cansados de tanto trabajar, no alcanzan a reponerse de un día a otro y aprovechan los tiempos muertos para tratar de dormir aunque sea chuecos, torcidos e incómodos.
¿Cuántos de los que viajaban anoche en este desafortunado vagón irían así? Ninguno pensaría en ese momento que es una desgracia tener que viajar todos los días en Metro.
Que se haya roto la ballena que sostenía el Puente elevado por el que iban pasando y que de repente colapsó precipitando los vagones descontrolados al vacío tampoco lo fue.
No fue mala suerte, no fue un accidente, esto tiene un nombre y se llama “Negligencia” y no es el único caso, lo mismo pienso cada que veo un edificio sostenido con palillos después del temblor de 2017, en los que hace mucho se cayeron los últimos señalamientos de precaución y poco a poco vamos aceptando como parte del paisaje.
Corrupción como la de los edificios que colapsaron y eran nuevos, pero fueron construidos sin permisos, sin regulación, con material de tercera, sin estudio de suelo.
Indiferencia ante todo lo que no sea el propio beneficio del gobierno y la clase empresarial, de los contratistas que eligen quedarse con el presupuesto en vez de utilizar material confiable, que resuelve los permisos en bares y negocian comisiones y moches como si fueran regalos de Navidad.
No puedo dejar de pensar en todos los rostros del Metro, en los de mis compañeras de asiento en el vagón rosa, de los vendedores y músicos improvisados que viajan entre vagones, de las familias que esperan a padres o hijos que regresan de un extenuante día de trabajo.
Ninguno de ellos era responsable de la seguridad del Metro, ya bastante tienen con cuidarse de los asaltos y el acoso.
¿Quién si es culpable? Se me ocurren muchos nombres, muchos rostros, obviamente ninguno aceptará su parte. Pasará el tiempo, seguirá la vida y nuevas noticias ocuparán los medios de comunicación, nuevos escándalos y distractores llenarán las marquesinas de nuestra mente y como todo, cómo siempre pasa, esta historia que parece sacada de la peor película de terror se irá quedando cada vez más lejana.
Un listón negro cubre a nuestra maltrecha ciudad y con tres días de luto nacional pretenden consolar a las víctimas. Nada es suficiente cuando algo tan doloroso era innecesario y se hubiese podido prevenir.
No es consuelo para quienes lo vivieron, no para quienes iban en esos vagones, no para quienes pasaban por allí, no para las madres que se quedaron esperando a sus hijos, no para los rescatistas que tuvieron buscar algo que les indicara que había vida bajo los escombros y fierros retorcidos, no para los que se salvaron de morir, no para quienes quedaron con daños físicos de por vida.
No para los cadáveres de las víctimas que aún están sin reconocer, a los que nadie va a reclamar jamás, porque son parte del mundo que no existe, del que nadie quiere ver.
Para ellos no habrá otra noche peor, ni promesas de campaña sin cumplir, ni una estación en donde llegar.
Perdón por la vergüenza, Descansen en Paz aquellos que se llevaron los ruidos de fierros retorcidos y cuerpos golpeándose de gritos de terror y gente resbalando hacia la muerte como última experiencia.
Y que la vida les alcance para limpiar sus conciencias a quienes sabían que esto podía pasar y prefirieron priorizar otras necesidades más urgentes.