jueves 10 octubre, 2024
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«CEREBRO 40» La angustia de volver

 

Volver no es regresar, lo sabemos todos. Esperamos con ansia loca que el gobierno nos indique el cambio de color en el semáforo para salir por esa puerta y creer que recuperaremos nuestras vidas.

“La nueva normalidad” es un término que uso pero que no entiendo, que me aterra y a del cual trato de ocultarme.

Me bloqueo cuando escucho que las reglas cambiaron y que la distancia es la única fórmula para mantenernos a salvo.

Que ya no veremos los rostros completos de la gente y que debemos temer a su cercanía.

Regresaremos los que aún estamos, con miedo y con un montón de protocolos y condiciones.

No puedo visualizar aulas virtuales y abrazos con guantes.

Las pérdidas son muy dolorosas, las injurias sociales también lo han sido, nos agraviamos indiscriminadamente defendiendo nuestros puntos de vista, o los que nos han hecho creer que son nuestros puntos de vista.

Sintiendo una vez más, como criaturas egocéntricas que somos, que esto solo nos pasó a cada uno, que solo en esta época y solo en este lugar.

En lo personal hice un ejercicio que me funcionó todo este tiempo, no hubo un día que no pensara en la gente que vive en guerra, en los millones de seres humanos encerradas en campos de concentración durante el Holocausto, en la época de la inquisición y el oscurantismo, en la gente confinada en cárceles a cadena perpetua o en hospitales, en tantísimas personas que no conocen otra forma de vida que el distanciamiento social y el confinamiento. Acudí a mis ancestros, me repetí cientos de veces quién soy y de dónde vengo, pensé en la vida de la gente que estuvo aquí antes que nosotros, en sus largos éxodos y peregrinajes, en sus vidas sin libertad, en su imposibilidad de elegir, recurrí a todos los elementos de mi memoria y de lo que he visto y leído, para ser justa, objetiva, para no ensimismarme en los límites de mi propia mente.

Entré, incluso, en una especie de “Síndrome de Estocolmo”, encariñándome de verdad con mis paredes y mis silencios.

Y ahora que al parecer ya estamos a punto de lograr la libertad, después de la larga sentencia, me encuentro llena de incertidumbre, de pensamientos contradictorios, de temores muchos más fuertes de los que tenía antes.

No sé si quiero salir corriendo a bailar en el primer lugar que encuentre abierto o volverme a encerrar por propia voluntad, no recuerdo mucho de lo que pasaba antes y a la vez siento que han pasado a penas unos minutos, tengo miedo, miedo de volver a interactuar, de contagiarme, de que tengamos que regresar al encierro porque ahora si no sé si mi negocio y mi economía lo soportarían.

Tengo miedo del mundo que me acostumbré a ver estos últimos meses a través de pantallas y que llegué a sentir cómodamente ajeno y lejano.

No temo a la libertad, temo a volver a perderla, es una sensación confusa e indescriptible, como si al dejar mi casa y mi encierro me separara abruptamente otra vez de mí misma.

Resulta tan placentero vivir en Macondo y en el mundo de Alicia, en el portal mágico que se abre cuando cierro la puerta y me quito el cubrebocas.

Con el pretexto perfecto para ver solo a unas cuantas personas, para estar descalza todo el día, para hablar con mis mascotas igual que antes hablaba con personas que no me caían ni la mitad de bien, para transcurrir entre el sueño y la vigilia prácticamente sin ningún cambio, para habitar de verdad en mis libros y en las plantas que hay en mi casa.

Seremos la generación que vivió la pandemia, la que volvió al vientre materno (la propia casa) y volvió a nacer. ¿Qué viene? Imposible saberlo, si algo aprendí de esto, es que el control remoto de esta vida no lo tenemos en la mano.

Enfrentarnos a esta terrible realidad de saber si la prisión era de ladrillos o de tejidos. Si fue una buena lección o de plano somos una generación destinada a la autoextinción por odio y egoísmo.

 

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