miércoles 01 mayo, 2024
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COLUMNAS GILDA MELGAR

«DOLCE ÁLTER EGO» Los sabores del encierro

Sabemos que en este confinamiento la cocina ha sido un refugio para millones de personas en todo el mundo. Incluso quienes jamás habían preparado siquiera un arroz, de pronto encontraron en la cocina un espacio de aprendizaje y creatividad antes impensable.

Pero, ¿qué hemos comido durante el encierro? ¿Qué sabores se nos antojan más y por qué?

Partimos del hecho de que el sentido del gusto detecta claramente cinco sabores básicos: salado, dulce, amargo, ácido y umami.

Sin embargo, los sabores también se dividen en categorías o familias. ¿Se han fijado en las etiquetas de los vinos? Por ejemplo, cuando una bebida es descrita como “floral”, “herbácea” o “cítrica”, podemos imaginarnos sin problema a qué sabrá. Probablemente un vino blanco catalogado como “cítrico” además de tener notas de naranja, limón o guayaba, podría contener toques de jengibre o cardamomo, porque pertenecen a la misma familia gustativa.

Muchas personas se describen más “saladas” que “dulces”, o la inversa; es un hecho que todos tendemos a inclinarnos más por algún rango gustativo.

En México contamos además con el gusto por lo picante ‒desde tiempos prehispánicos‒, como consecuencia de lo que nos ha brindado nuestra propia naturaleza.

Así que, si bien el gusto se reduce a cinco categorías y se detecta en diferentes partes de la lengua, los sabores son subjetivos y se detectan a través del olfato. No en balde en las catas de vino el primer paso consiste en “oler” la bebida.

En la experiencia de comer, gusto y sabor van de la mano, y es por eso que ciertos platillos nos remiten a la infancia o nos recuerdan cierta época de nuestras vidas.

La elección de lo que comemos es un acto subjetivo, aunque también tiene que ver ‒objetivamente‒ con el lugar en que vivimos, e incluso se relaciona con nuestro estado de ánimo.

Ahora que cumplimos 100 días en casa, me pregunto cuáles habrán sido los sabores preferidos por el común de la gente. Anímicamente todos hemos transitado el confinamiento con una mezcla de alegría, enojo, tristeza, miedo y preocupación. Unos menos y otros más.

Lo cierto es que conscientes o no, nuestros antojos y ocurrencias a la hora de comer tienen que ver con nuestro estado emocional. Compensamos nuestros vacíos y necesidades con la comida, y casi siempre es con alimentos poco saludables o carentes de nutrientes. Comemos para recibir placer a través de la dopamina, el mismo neurotransmisor que participa activamente durante el acto sexual o al consumir drogas.

Según la cultura popular, los ansiosos o aburridos se inclinan más por lo salado y lo grasoso. Mientras que los depresivos, por lo dulce y el alcohol. Dado mi propio comportamiento alimenticio durante estos 100 días, me resultó muy interesante un artículo que leí sobre la relación que guardan los alimentos y las emociones según la medicina oriental.

A saber, el miedo y el desasosiego están relacionados con lo salado; el enojo, la frustración y la amargura con lo amargo, la alegría o el entusiasmo exacerbado con lo ácido, la preocupación e inquietud con lo dulce, y la tristeza, apatía o cansancio, con lo picante.

Descubrí que mi Yo en modo cuarentena ha sido básicamente una persona frustrada y apática. Lo que ha apaciguado mi alma son los sabores amargos, picantes y el umami. Me desayuno una tostada con mermelada de toronja rosa (reducida en azúcar), inicio mi comida con una enorme ensalada de arúgula, kale, rábanos, jitomates y aderezo de mostaza Dijon; a cualquier carne o proteína, además de saltearla en ajo, le pongo una buena cucharada de salsa macha, y me voy a la cama con una taza de Chai latte rozagante de canela, cardamomo, jengibre y rooibos. Puro enojo y tristeza.

Según una encuesta rápida que apliqué con mis amigos, el sabor más recurrente ha sido el picante, seguido por lo dulce, que está asociado con la preocupación.

Los fines de semana, definitivamente he sido una persona “umami”, porque se me antojan los sabores dulces, salados y ahumados a la vez. Mi tapa preferida: pan negro con queso de cabra y mermelada de tomate. Lo peculiar de los sabores umami es que nos hacen salivar, tal como un arroz frito o una pasta a la putanesca.

Pero qué afortunados somos al contar con tanta variedad de alimentos y de chiles; si lo que más hemos consumido es lo picante, me atrevo a pensar que esto es así no sólo porque “sin el chile, los mexicanos no creen que están comiendo” (como bien apuntó fray Bernardino de Sahagún en sus escritos sobre la dieta de los aztecas), sino también porque el picor causado por el chile nos ofrece una sensación corporal placentera.

Lo primero que sentimos al comerlo es calor, el mismo calor que no hemos podido experimentar a través del abrazo de un amigo. Cuando es demasiado picante, nos provoca ardor en la boca, la garganta y el estómago, casi el mismo que sentimos cuando un compañero de trabajo nos hace enojar, y cómo no extrañar esa dosis diaria de adrenalina laboral.

Me atrevería a pensar que el chile ha ganado por la sencilla razón de que él pone “sabor” a nuestras vidas, hoy reducidas a cuatro paredes.

No cabe duda, nuestra dieta de cuarentena ha sido una dieta para hostiles, o lo que es lo mismo, para personas que experimentan miedo, inseguridad o enojo ante situaciones difíciles o desagradables. Ya volveremos a lo ácido de la alegría.

 

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