viernes 03 mayo, 2024
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Veranda era una rubia siempre maquillada en exceso para cubrir no solo las arrugas sino los golpes y arañazos que Julián, su “padrino”, le zampaba cada dos por tres. Desde muy temprano, se untaba capa tras capa de crema de un tono más oscuro que su piel, coloreaba los párpados de un gris metálico y se ponía las pestañas postizas para enmarcar unos enormes ojos verdes llenos de angustia. 

Se ponía el top que dejaba ver su vientre pálido y las licras de un modelo moderno pero desgastado que encontró en las pacas de una tienda y que le costaron casi nada. Sus tenis sí le salieron caros: tres dientes rotos. Los compró con la comisión que le correspondía, pero que luego el padrino reclamó para sí. Ella ganó el pleito y así, cada mañana, se lanzaba a correr al menos diez kilómetros.

Era la encargada de dar vueltas y vueltas a la pista del parque de la colonia Del Marqués, una de las más caras de la ciudad. Entre trote y trote, extraía la cartera o monedero de algún incauto y seguía corriendo, hasta toparse con Catalina.

Catalina, la “chaparra”, era muy mal encarada. Los señores del parque no la volteaban a ver como a Veranda y eso le bajaba la moral y aumentaba el resentimiento contra su “ahijada”. Usaba pants amarillos holgados, cachucha rosa, bajo la cual asomaban unos grandes ojos negros de mirada dura, nariz en gancho y una boca que pudo ser sensual pero siempre tenía las comisuras hacia abajo. Se mantenía a mitad del camino para captar a Veranda de regreso, tomar el botín y correr a media velocidad hacia la zona de los pericos, ubicada en uno de los extremos del parque, en donde Julián la esperaba dándole de comer a las aves. 

Julián era un sesentón, moreno, de bigote poblado. Vestía de pants color verde botella y cachucha roja. Llevaba una pequeña maleta deportiva de donde sacaba el alpiste para los pericos y la navaja que utilizaban, sobre todo en las noches, cuando Veranda ya no tenía fuerza para correr y sentados cómodamente en una banca preferían esperar a los deportistas para amenazarlos y obtener el botín de una manera más pasiva. En las mañanas no era necesario. Las señoras iban tan distraídas platicando entre ellas que era casi una lección por no tomar las precauciones que todo ciudadano del mundo moderno, en la calle, debe tomar. 

Julián metía el monedero en la maleta y cronómetro en mano, ordenaba a Catalina que siguiera corriendo. Ella pedía un beso antes de partir, pero él la rechazaba porque no le gustaban las pieles sudorosas, aunque hubiera hecho una excepción con la de Veranda. La muy desgraciada nunca se dejó y Catalina estaba lista para matarla en caso de sospechar algún contacto entre ellos. Ya llegaría el momento. Por lo pronto, los castigos a la rubia eran lo mejor, el placer de la venganza, verla sufrir como él lo hacía no más por pensar en ella. 

Como ese día. La levantaron a las cinco de la mañana. Tomaron los dos camiones de costumbre y caminaron un kilómetro para que Veranda calentara. Llegaron a la pista del parque y Julián la aventó sin más para que empezara la corretiza. Él y Catalina se fueron al área de los pericos para comer unos sándwiches y tomar unas cervezas. 

-¿No vienes, Cata?-preguntó Veranda empezando a trotar.

-Nel, el castigo es para ti-respondió con desprecio.

Veranda suspiró resignada y echó a correr. ¿A quién se le ocurría llegar tan temprano? No había muchos “clientes”. Rebasó con facilidad a un señor ya mayor. Esos no eran buenas presas, nunca llevaban más de veinte pesos para su pan dulce. Continuó. Correr era el mejor momento del día para ella. Ahí se olvidaba de todo, aunque fuera solo por unos segundos. Avanzó dos kilómetros y vio a uno que parecía buen candidato. Era un hombre de unos cuarenta años, la cartera la llevaba en la bolsa trasera del pants. Sin mucho problema, con sus largas uñas postizas pintadas de amarillo limón con pedrería en la punta, tomó la cartera y la metió en su bolsa deportiva. 

-¡Señorita!

No se dio por aludida y aceleró la carrera. Sudó de nervios.

-¡Señorita!-el grito parecía más cercano-¡Espere, deténgase!

Ella no volteó y sudó aún más. Las piernas le temblaron. Era el cansancio, apenas durmió cuatro horas de tanto discutir y pelear con el padrino y luego con Cata que salió en su defensa. Además, nunca nadie la había llamado. El corazón le latió con fuerza. Fijó la vista hacia adelante, tenía que llegar a los pericos. De pronto el hombre la rebasó y la encaró.

-Por favor, deténgase-le dijo sin dejar de correr para no perderla de nuevo. Veranda no tuvo más remedio que relajar el paso.

-Disculpe, es que entreno y no puedo detenerme porque pierdo el ritmo-inventó ella.

Sin dejar de trotar, el hombre le enseñó un anillo con un diamante engarzado.

-Creo que se le cayó cuando me rebasó-explicó.

Veranda paró en seco. Era el anillo más hermoso que jamás había visto. Seguro costaba una fortuna. Las manos le temblaron.

-¿Comprometida?-preguntó curioso y sonriente-es un anillo muy bonito, su novio debe quererla mucho.

No respondió. Sus enormes ojos verdes, con el rímel corrido por el sudor, quedaron fijos en la joya que brillaba con los primeros rayos del sol. Tenía que pensar con rapidez. Si tomaba el anillo, no se lo daría a ese par de infelices. ¿Dónde lo podía esconder? Siempre la encueraban y manoseaban para verificar que no se quedara con un solo quinto. Años de correr y correr para ellos. Desde que era una niña. ¿Cuánto tiempo más? Ya era una cuarentona, sin futuro, sin nada que perder. Miró nerviosa hacia la pista. 

-Disculpe, no quise molestarla-dijo él-quizá sea de alguien más, voy a…

-No, no, es mío-e intentó arrebatárselo de las manos, pero el hombre dio un paso atrás, sorprendido quizá por la violencia con que Veranda quiso tomar el anillo. Observó los tenis viejos, el cabello revuelto y sucio. Se encontró con los ojos verdes, suplicantes, llenos de terror que iban del anillo hacia algo detrás de él. 

De pronto, Veranda echó a correr, el hombre la siguió y Julián y Catalina, que ya se habían acercado a poco más de un kilómetro, aceleraron navaja en mano tras ellos. 

-Ya déjeme en paz-respondió ella sin parar, cuando descubrió que el hombre le pisaba los talones.

No se detuvieron hasta varios kilómetros más adelante. Veranda se dejó caer sobre la banqueta. Rendida. Él se agachó para tomar aire y se sentó junto a ella.

-Corre usted como una ladrona-se carcajeó y Veranda sonrió y se echó a llorar.

-Sí, eso soy-dijo ella minutos después, cuando los dos lograron recuperar el aliento.

-Sí-y Veranda se sorprendió. No era posible que supiera, ella siempre fue muy discreta, muy eficaz; a menos que fuera un policía-No, no me mire así. No lo digo en serio. Cualquiera hubiera dicho que esa joya era suya si se la ofrecieran así, pero la verdad es que era de mi exnovia. Terminamos y me quería deshacer de él. 

-¡Veranda! ¡Cabrona!-alcanzaron a escuchar unas voces lejanas.

-Ya vienen por mí-se puso en pie como pudo sin dejar de llorar. 

-¿Los conoce?-preguntó el hombre sin entender mucho. Ella sacudió la cabeza y se quedó ahí, paralizada-Tome-dijo él extendiéndole el anillo-quizá le sirva para algo. Corra, no la van a alcanzar-y le sonrió con tristeza.

No se movió. Dudó. Julián y Catalina, su familia. Julián y Catalina, sus protectores, sus ejecutores. Ya estaban a la vista. El hombre le tomó la mano y le puso el anillo. Le quedó perfecto y a ella se le iluminó el rostro. Nunca imaginó tener algo así y ¡sin robar!

-Ande, ¡apúrese!

Veranda le dio un beso en la mejilla y antes de acelerar, abrió su bolsa deportiva y le lanzó la cartera.

-¡Tome! Eso es suyo-gritó antes de desaparecer.

 

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