jueves 09 mayo, 2024
Mujer es Más –
CULTURA VIDA

«CUENTO» Ayer impotencia, hoy soledad

 

Por Jeannette Gorn Kacman

“¡Ay, abuela! Es de urgencia: necesito pedirte tus sabios consejos”. Aquí voy, boleto en mano, haciendo fila para irme a Costa Rica. Hace años que no voy. Mi madre está grave de vejez, enfermedad incurable. Pero no me necesita: en su senectud no quiere verme. No le caigo muy bien y lo acepto: nunca fui la hija que ella quería. A ver si se me hace verla ¿A usted le ha pasado algo así? La abuela sí estará ahí esperándome, ansiosa de verme.

Hay un momento en que el avión da una vuelta y aparecen los volcanes verdes, la vegetación hermosa. Ahí me da la punzada inevitable en el estómago: ¡realidad a la vista! Recuerdos tristes a la derecha, a la izquierda historias que no quiero recordar. Aterrizamos en el aeropuerto, y ahí mismo tomé un taxi que me llevó a ver a la abuela.

Ningún cementerio es bonito. Éste sí, no sólo porque ahí descansa la abuela, sino también porque está rodeado de montañas azuladas, salpicadas de diferentes tonalidades de verde. Abrí una puertita y tomé muchas piedras, porque, cuando vamos a visitar a nuestros muertos, los judíos tocamos la lápida con una piedrita para llamarlos, para avisarles y para dejar el testimonio de que fuimos a visitarlos. Me arrodillé en el pequeño espacio que quedaba entre una tumba y otra. El silencio de los muertos me aturdía. Había que esperar la llegada de la abuela.

De pronto, mi corazón saltó. “¡Abuela!”, le susurré. “Estoy aquí para pedirte ayuda. Sé que pensarás que hoy te busco porque estoy deshecha. Así es: tiré mi vida a la basura. Me fui de aquí huyendo y de todos modos caí en el hoyo de la misma situación. Desafié al destino, desobedecí el primer mandamiento femenino: si conoces a un hombre que no te gusta, no pienses en cambiarlo, búscate uno cambiado”.

El aire era puro, me agitaba los cabellos. “¿Recuerdas que enviudé? Él era un hombre inteligente, dulce… Ya sé que a ti no te gustaba porque era goy (gentil), pero eso no era nada comparado con lo que me tocaba vivir. Conocí al hombre hubiera-hubiera. Me hablaba de sexo libre. Me dijo, por ejemplo, que en China tocaban con una pluma el clítoris de las mujeres. A mí no me pasó; será porque no soy china. Me llevaba a su departamento y me daba tantas tazas de café que sospecho que él quería que me estuviera orinando y de esa manera no pudiera gozar ni darme cuenta de que era eyaculador precoz. Perfecto: él a dormir y yo al baño; no era algo muy erótico.

”Mi esposo tenía poco tiempo de haber muerto. Otro pecado: no le guardé el luto que él se merecía. Pero no podía: había que sacar a los hijos adelante. El más grande se casó en el cunero, cargado de tanta soledad, tan precoz… Creí que necesitaba a alguien para que me ayudara a criar a mis hijos y cargara conmigo la loza de mi viudez. Pensé que, con el correr de los aires y los tiempos, nos amaríamos. Él era tibio y no tomaba decisiones. Decidí por él. Me juró, como quien tira una piedra al agua, que amarme sería su tarea principal. Le creí. Hubiera-hubiera dice que lo usé. ¿Será? Vivíamos en mi casa y en los gastos cotidianos yo tenía que poner el doble porque tenía un hijo aún pequeño que vivía con nosotros. Tras ese horror-error, regresé a casa de mis padres pidiendo asilo político. Mi madre nos echó con el pretexto sin texto de qué dirían sus amigas de una hija fracasada.

”Olvidé decir que hubiera-hubiera era un revolucionario citadino como muchos jóvenes que vivieron el 68 muy duramente. Sufría las consecuencias de haber perdido la utopía de una revolución no lograda. Lo repetía tanto que lograba agotarme a tal punto que yo ya sólo oía: bla, bla, bla… Mi forma de ser lo insultaba; nunca supe por qué. Usaba el lenguaje para esconderse; creo que estaba fuera del mundo. La delicadeza en la pasión no eran cualidades ni virtudes en este hombre: era un analfabeto en el amor.

”En ésas me andaba cuando me encontré a un antiguo amigo de mi esposo fallecido, de corte apolíneo. Me habló de amores, y fui. Hacía mucho tiempo que no hablaba ese lenguaje. Gocé a todo lo que da el amor, el deseo femenino. Se las sabía de todas en el amor; era de los que dan sorpresas gratas en la cama. Lo amé con mi piel. Se enfermó del corazón, lo operaron y murió. ¡Oh Dios! Pues ¿de qué se trataba?, ¿de tener un panteón personal? Eso terminó por vencerme.

”Hubiera-hubiera volvió y bla y bla y bla… Y yo, para hacerme daño, dejé que se acercara y… Bueno, abuela, tu nieta la trágica dejó que hubiera-hubiera se esfumara en la noche.

”Abuela, hazme un cachito ahí contigo. Aunque amo a mis hijos y ellos fueron mi razón de vivir, pienso en qué sentirán de tener una madre loca. Ahora soy libre. Y ¿qué hago? ¡Puros miedos! Veo un hombre, y a correr. Amo mi libertad y la temo. Tiene su gracia: nadie me pregunta qué hice de comer, no lavo calcetines con título, escribo a la hora que quiero, me levanto, respiro, camino, veo el sol, lo siento en mi piel. Abuela, tengo miedo. Quiero estar sola. ¿Estaré loca? Mi sexualidad está viva. No quiero volver a jugar el eterno engaño entre un hombre y una mujer. No tengo que dar; por eso estoy vencida”.

Me fui de Costa Rica sin saber bien a bien qué contestó la abuela, con la misma sensación de no haber encontrado paz esencial para vivir. Pero en el avión de regreso recordé el cuento que me contaba ella.

Una vez, una hormiguita quería casarse. Se pintó sus largas pestañas, se puso su mejor ropa y se paró en la ventana a ver si pasaba alguien con quien casarse. Pasó un toro y le dijo: “Hormiguita, ¿te quieres casar conmigo?”. Ella preguntó: “¿Cómo haces tú?”. Y él contestó con rudeza: “¡Muuuuu, muuuuu!”. “¡No, no, no!”, dijo ella. “Me das miedo”. Así desfilaron muchos, muchos animales, hasta que por fin pasó un hormiguito, y ella hizo la misma pregunta: “¿Cómo haces tú?”. El hormiguito contestó suavemente: “¡Iii, iii, iii!”. Hacía como ella, y la hormiguita se casó.

La hormiguita era más inteligente que yo. El dolor más grande que cargo de no haber esperado al hormiguito es que hubiera-hubiera, intentando hacer la pericia del acto amoroso, me dijo: “¡Ay, cómo te tardas! Lo dejamos para mañana”. Ahí se acabó para siempre un posible azul púrpura de la pasión. ¿Por qué no me fui en ese momento? ¿Por qué las mujeres de mi generación siempre permanecemos? Se quedó impotente, y no entendí que ésa era su enfermedad masculina, sino que lo sufrí como un rechazo a mí. Mi amiga bruja china me dijo: “No seas necia. ¡Corre! Cuando están enfermos de eso se vuelven insoportables”. Fui al psiquiatra y me dijo: “Deje de sufrir porque él no la toca ni dentro ni fuera ni en medio de la cama. No le interesa su cuerpo: su señor es asexuado y, además, impotente. Disfunción eréctil”, concluyó. Sin embargo, los argumentos despreciativos de él hacia mí pesaron más.

Ahora —con el pasar de tiempos y tiempos, de episodios y episodios, razones que no entiendo de “adultos mayores”—, sólo me duele el tiempo ido, pero, aun así, la pasión permanece intacta. Hace muchos años que no frecuento amigos porque tengo pavor de llevar un rótulo en la cara que diga: “no cogida”. Esta relación, quizá sadomasoquista, era un cuchillo mal enterrado.

Volví a ir con la abuela, rito incluido. Me senté sobre su lápida, llovía, luego salía el sol, luego volvía a llover. Así es en Costa Rica: llueve que te llueve. Volví a llamar a la abuela y escuché sus pasos sigilosos. Imaginé su cara dulce sin reproches. Sentí que me decía: “Con los años idos no se puede hacer nada: se fueron”. El viento calaba y arrasaba con todos mis recuerdos. Me sentí liberada y entendí que por mi soledad fui de bache en bache sexual. ¿Les ha pasado a ustedes que les carguen una impotencia que no es suya?

Me faltó un grupo de mujeres en el cual apoyarme y dialogar sobre esta terrible enfermedad: impotencia. Es una enfermedad letal: los hombres se quedan y somos sus parapetos (se dice parapitos). Tenemos que salir de esta sociedad falocrática. Adiós, abuela. Sé que pago las consecuencias de largas filas de tonterías que aprende uno. Iré por ahí contando y cantando. Si a ti te pasa algo así, búscame: seremos dos (o decenas, centenas, miles, millones…). Pero eso tiene un precio: no volver a preguntar al espejo de Blanca Nieves. “Espejito, espejito, ¿quién es la mujer más bella del mundo?”. No más espejos: sólo yo y tú.

 

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