sábado 18 mayo, 2024
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«RIZANDO EL RIZO» La discriminación lingüística en nuestra era

“La lengua preserva la memoria histórica de un pueblo”.

Natalio Hernández

¿Alguna vez te han tratado mal por el simple hecho de hablar en el idioma que te enseñaron tus padres? A nosotros, hispanohablantes de la Ciudad de México, la situación puede parecernos un tanto ajena. Es lo mismo para quienes habitan en una zona donde se habla su lengua materna y donde ésta tuvo la fortuna de ser utilizada como herramienta de dominio por parte de los colonizadores. Pero los idiomas de los dioses menores, de los vencidos, no corren con tanta suerte. En México, las lenguas indígenas son comúnmente vistas como algo inferior. En Estados Unidos, pasa lo mismo con el español. Lo grave es que esta actitud no se limita a las malas miradas, sino que puede transformarse en violencia y atentados contra la seguridad. Estamos hablando de discriminación lingüística.

Discriminar (nos lo han repetido hasta el cansancio) es negar o pretender negar un derecho a una persona en función de una característica que la asocia con un grupo que es considerado inferior. En este caso, la negación se debe al idioma que se habla. Aunque la discriminación es un acto que oficialmente sólo puede cometer el Estado —con sus respectivos funcionarios—, la palabra se utiliza también para designar actos de violencia o atropellos cometidos por terceros.

Así como no podemos hablar de discriminación como arquetipo en contra de personas blancas en México o Estados Unidos, tampoco podemos pensar que la discriminación lingüística se da en todas direcciones. Siempre se manifiesta en contra de los hablantes de idiomas que son considerados inferiores, dignos de vergüenza o que por algún motivo se quiere expulsar del territorio. Es decir que esta discriminación no existe si hablas inglés en la Condesa, en la Ciudad de México. Nadie jamás se va a meter contigo; por lo contrario, eres en ese momento la reencarnación de Quetzalcóatl. Nadie tampoco se va a meter contigo si hablas francés o italiano en los Estados Unidos. Pero ¿qué tal hablar español en ese mismo país? ¿O hablar zapoteco en las zonas más elegantes de México? ¿O hablar catalán en todas las regiones de la península ibérica que no son Cataluña?  Y la lista podría seguir…

Es bien sabido que, durante décadas, en nuestro país se impedía a las personas indígenas hablar su propia lengua en las escuelas. Es decir que el derecho a la educación les era condicionado: sólo podían educarse si renunciaban a una parte de su identidad. No fue sino hasta hace algunos años que comenzaron varias campañas en rescate de estos idiomas, defendiendo el derecho de sus hablantes a mantenerlos vivos. Pero la discriminación lingüística no se limita al sistema educativo ni a los cafés pedantes de los barrios bien: se encuentra en zonas medulares del sistema, donde el daño puede ser irreversible, donde los atropellos son más graves que sacarte con violencia de un restaurantito pretencioso.

En nuestro país, no hablar español puede ser equiparado con un crimen, dependiendo de cuál sea el idioma que sí hables, claro, porque los angloparlantes están prácticamente en la misma categoría que los dioses: todos los mexicanos nos desvivimos por hablarles en su lengua y por demostrarles que, si nos esforzamos, si de verdad lo intentamos, podemos ser casi tan humanos como ellos. Pero, si el único idioma hablado es una lengua indígena, de esas que están en peligro de desaparecer y que han sido constantemente atacadas desde hace más de quinientos años, entonces el sujeto en cuestión puede irse preparando no sólo para ser visto desde arriba, sino también para la criminalización.

En las prisiones mexicanas, hay gente cuyo único crimen ha sido comunicarse en su lengua y desconocer el español. Cientos de personas indígenas ven su presunción de inocencia cancelada al dar de frente con un sistema que se niega a hablarles en su idioma. El Estado debería facilitarles un traductor o, en el mejor de los casos, permitirles acceder a procesos de impartición de justicia en su propia lengua, pero en vez de eso prefiere fabricarles crímenes.

Así lo muestra Cuando cierro los ojos, un documental de Sergio Blanco y Michelle Ibaven en el que se relatan las historias de Adela y Marcelino, personas indígenas que fueron condenadas a prisión, sin contar nunca con la asistencia de un traductor. Esto significa, pura y llanamente, que no pudieron defenderse, que nadie los escuchó, que todos —menos ellos— decidieron su destino. ¿Se imaginan ser acusados de un crimen que no cometieron y, además, no encontrar más que oídos sordos frente a su defensa?

Ésta es la realidad de México, donde la raíz indígena es admirada desde la apropiación cultural, desde el folclor, pero nunca desde la horizontalidad. Seguimos buscando en los pueblos indígenas nuestra raíz, pero, en realidad, lo que queremos hacer es despojarla, extirparla, dejar la tierra sangrante y vacía.

Manchamanteles 

En Anatomía del amor: Historia natural de la monogamia, el adulterio y el divorcio, Helen E. Fisher asegura que los seres humanos tendemos por naturaleza a la monogamia. La antropóloga y bióloga estadounidense compara varios esquemas sociales a lo largo y ancho del planeta y reconoce que este comportamiento es independiente de la fidelidad. Es decir que, aunque la tendencia sea a las relaciones monógamas, la infidelidad permanece. Lo más revolucionario en la perspectiva de Fisher es que ella no considera esto una contradicción, sino un reflejo de la forma inadecuada en que se ha conceptualizado la monogamia. ¿Habrá que repensarla?

Narciso el Obsceno

Cedemos ahora la palabra a uno de los más antiguos testigos de Narciso y el narcisismo: el poeta latino Publio Ovidio Nasón (43 a. C.-17 d. C.). “La hermosísima ninfa Liríope expulsó de su hinchado vientre a un niño que, desde entonces, era digno de ser amado a causa de su belleza. Lo llamó Narciso. Consultó a un vidente sobre si su hijo habría de conocer la remota senectud. Él respondió: «Sólo si no llega a conocerse» “. Metamorfosis, III, 344-348. El texto es una adaptación personal de dos traducciones: la de Rubén Bonifaz Nuño (México, UNAM, 1979) y la de Consuelo Álvarez y Rosa María Iglesias (Madrid, Cátedra, 1995).

 

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