domingo 12 mayo, 2024
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«RIZANDO EL RIZO» Las razas no existen, pero el racismo sí

 

En la entrega anterior, dedicada a la peculiar forma del racismo dominante en América Latina —que Alejandro Lipschutz llamó atinadamente pigmentocracia—, mencioné que Chava Flores habría podido hacer una buena crítica (aguda, mordaz y sabrosa, como él sabía) a todos los mexicanos que, escribiendo en las redes o de viva voz, denostaron a Yalitza Aparicio porque, sin haberse blanqueado siquiera un poquito (como escribí entonces, la piel y el alma son susceptibles de blanqueamiento), tuvo el mal gusto de recibir una distinción de esa especie de aristocracia neófita que es la farándula hollywoodense: la nominación al Óscar por mejor actriz.

Después de meditarlo atentamente, preguntándome si en alguna de sus canciones, Chava Flores no se había referido, de alguna manera, al tema del racismo, me vino a la mente una joya: “El bautizo de Cheto”. La canción relata el nacimiento de un niño la noche del 27 al 28 de julio de 1957, cuando un terremoto de 7.8 grados sacudió la Ciudad de México y el Ángel de la Independencia se cayó de su columna. Los medios de comunicación (amarillistas desde entonces) aprovechan el caso para hacer un reportaje sobre el “niño del temblor” (Cheto fue, pues, un antecedente involuntario de Monchito y Frida Sofía), y la disfuncionalidad de la familia les sirve de maravilla para generar morbo y ganar audiencia (como hoy). Resulta que Cheto no se parece nada a don Quirino, quien (se supone) es su padre, sino a otro sujeto de nombre Eutimio, cuya existencia se revela por la imprudencia de un despistado. El rasgo que delata a Cheto es precisamente su color de piel:

 

“¡Ay, qué re prieto escuincle!”,

opinaron periodistas

que lo fueron a mirar.

“Tiene cara de chinche”,

y sacaron hartas fotos

del papá y de la mamá.

“¡Ay, qué re prieto es Cheto!”.

“Pos no le hace que esté prieto:

se merece un alipús”.

“Yo creo que está tan prieto

porque ya hace como un año

que nos cortaron la luz”.

O sea que, si el hijo postizo de don Quirino sale blanco, nadie protesta o, en todo caso, la afrenta conyugal se vuelve más fácil de asimilar (como sucede en el cuento “El clis del sol”, del escritor costarricense Manuel González Zeledón), porque en algún momento la blancura del niño puede ser muy útil para que la familia “salga de pobre”, pero la piel morena de Cheto los deja igual de jodidos. Ni modo: “al mal tiempo, buena cara”, lo que Chava Flores expresa con una justificación que es un giro muy ingenioso y cómico de un símil gastadísimo en la lírica occidental (“negro como la noche”): “Yo creo que está tan prieto porque ya hace como un año que nos cortaron la luz”.

Un caso semejante ocurre en otra popular canción latinoamericana: “Capullo y Sorullo”, del compositor colombiano Lucho Argain, el fundador de la Sonora Dinamita. Un padre de familia se queja con su esposa de que el noveno de sus hijos sea negro y no blanco, a lo que la mujer responde con ese estribillo que seguramente todos hemos bailado en alguna boda, quince años o graduación: “Oye, Sorullo: el negrito es el único tuyo”. Es decir que las ocho traiciones pasaron desapercibidas por la blancura de los niños, pero el negrito legítimo levanta sospechas en seguida. Aquí es pertinente una aclaración: negro no es lo mismo que prieto, porque las condiciones del mestizaje no fueron las mismas en Colombia que en México. Negro es el descendiente de nativos africanos, y prieto (por lo menos en el caso de México), el de nativos americanos. Como sea, en México y en Colombia (como en toda América Latina), la pigmentocracia impone su ley.

¿Qué más decir sobre racismo y pigmentocracia? José Emilio Pacheco puede aportar unas palabras al respecto. El capítulo IV de Las batallas en el desierto se titula “Lugar de en medio”; es una crítica formidable a la inmensa brecha que separa las distintas clases sociales en México. Un niño pobre de apellido Rosales se burla de la amistad entre Carlitos y Jim, quienes, por cierto, físicamente son distintos a él, “güeros”, aunque van a una escuela de pobres por distintas razones: uno, por ser hijo de un empresario al que han arruinado los productos estadounidenses; el otro, por ser el bastardo de la amante de un político. El caso es que Rosales increpa a sus compañeros: “Hey, miren, esos dos son putos. Vamos a darle pamba a los putos”. Carlitos protesta en seguida: “Pásame a tu madre, pinche buey, y verás qué tan puto, indio pendejo”. Después del pleito, Carlitos recibe una lección de su padre, quien, aunque de ninguna manera es un hombre ejemplar (porque es un personaje literario bien construido y los hombres de carne y hueso nunca somos perfectos), ese día regala a su hijo palabras llenas de sabiduría:

Gracias a la pelea mi padre me enseñó a no despreciar. Me preguntó con quién me había enfrentado. Llamé “indio” a Rosales. Mi padre dijo que en México todos éramos indios, aun sin saberlo ni quererlo. Si los indios no fueran al mismo tiempo los pobres, nadie usaría esa palabra a modo de insulto. Me referí a Rosales como “pelado”. Mi padre señaló que nadie tiene la culpa de estar en la miseria, y antes de juzgar mal a alguien debía pensar si tuvo las mismas oportunidades que yo.

El color de la piel está ligado a condiciones históricas de discriminación, las pieles más oscuras han sido por siglos las que concentran las peores condiciones de vida en países como el nuestro, sobre todo tratándose de personas indígenas. Por su parte, las pieles blancas están asociadas a estatus y privilegios. Si bien, esto no siempre funciona de esa manera (hay morenos ricos y blancos pobres), lo verdaderamente relevante se encuentra en el contenido simbólico de la asociación. Stephen Jay Gould en La falsa medida del hombre, evidenció hace muchos años cómo los argumentos racistas se usan para construir verdades “científicas” que sostienen diferentes formas de inferioridad en las personas con pieles más oscuras.

Pese a que se ha probado que sus modelos interpretativos están viciados, lo verdaderamente preocupante es que las razas no existen, pero el racismo sí. No hay elementos científicos que separen a unas personas de otras y al descifrarse el genoma humano esto ha quedado más que probado. Sin embargo, el racismo sigue funcionando en el imaginario de los pueblos que, incluso al ser sus principales víctimas como es el caso de América Latina, lo reproducen culturalmente incluso en los sistemas. Indio y prieto se siguen usando como ofensas y es así porque su valor representativo es negativo.

A todos los latinoamericanos nos pertenecen por igual las palabras de José Emilio, quien, entre muchas otras distinciones, recibió hace diez años el máximo galardón a los escritores en lengua española: el Premio Miguel de Cervantes. Hagámoslas nuestras y de todos.

Manchamanteles

Se nos fue el cacique de la Campana. Con su acordeón rebelde le dio poder a la cumbia y la vistió su antojo. Hubo paz y guerra en sus notas que hicieron de su propuesta un ritmo diferente, uno transgresor. Experimentó a su gusto, lo mismo con el ska, el reggae o las norteñas, que, con el vallenato, pero eso sí, siempre fue la cumbia la que mandó. Puso a bailar a todos, ¡hasta a García Márquez!, porque para bailar cumbia no importa si eres cholo, si estás en Tepito, Nezahualcóyotl o en el Peñón de los Baños o si vas a la boda de tu amigo el influyente que vive en Polanco. A la cumbia colombiana, Celso le dio un sabor muy mexicano, como picante, la hizo nuestra. Por su parte, la música le dio a él ese estilo relajado de quien no necesita abrir los ojos para ver porque las notas le trazan el camino. Hace unos meses, Celso se reía en Twitter porque sus vecinos no lo dejaban dormir, pero no podía quejarse porque sonaba la “cumbia poder”. Estaba bien consciente de que nos inundó con su ritmazo. Aunque se nos fue, sigue cabalgando “El rebelde del acordeón”, Celso Piña.

Narciso el Obsceno 

¿El narcisismo es individual o se establece como un colectivo? La primera respuesta sería que todo nacionalismo es una muestra inmediata de un narcisismo colectivo exacerbado. Sigmund Freud lo señala muy claramente en su “psicología de las masas” al referirse al “narcisismo de las pequeñas diferencias” (el fet diferencial) en donde expone la conciencia desde la que un grupo de individuos se concibe “mejor” o “superior” a los otros.  De pronto se va situando un delirio nacionalista, en donde los líderes políticos, se han cotejado con Martin Luther King, Mahatma, Gandhi o Nelson Mandela, así el narcisismo colectivo se arropa en héroes ideales consensuados socialmente al tiempo que desdeñan al diferente. Una dialéctica compleja pero eficaz.

 

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