viernes 03 mayo, 2024
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RODRIGO LLANES BLOGS

«PUEBLO DEL SOL» Siempre presumidos

 

¿Cómo festejan los señores de México su posición de privilegio? Presumiendo. Si, nuestras élites son presumidas desde tiempos inmemoriales. El poseer privilegios excita un deseo irrefrenable por presumirlo al resto. En la “gran fiesta de los señores” los antiguos mexicanos honraban a los dioses patronos del poder y el comercio que eran Tezcatlipoca y Quetzalcóatl. Los comerciantes veneraban al dios del viento, pues con su soplo barría los caminos por los que circulaban los pochteca, los comerciantes, con séquitos de cargadores que trasladaban todo tipo de mercancías dentro del vasto territorio de la Anahuac. La mayoría de ellos se sentía orgulloso de sus largos recorridos donde alcanzaban lugares remotos de donde traían cacao, piedras preciosas, pieles de animales, plumas de aves raras, loza bruñida, pimientas y achiote, algodón fino y un sin fin de productos de lujo que ellos valoraban y disfrutaban y que por lo tanto vendían con gran placer, pues conocían en carne propia el deleite de los objetos de lujo.

La actividad comercial era un pilar fundamental de la economía y complementaba el poder político de los gobernantes y los ejércitos. Pues en sus redes comerciales, los pochteca podían recabar información valiosa para el control y gobierno de las provincias. Había por lo tanto una alianza de facto entre los comerciantes y los poderosos.

A Quetzalcóatl se le agradecían los grandes negocios que se lograban a través del comercio. Así que en el apogeo del tiempo de lluvias, cuando entre las milpas que rodeaban los caminos se podían ver a los pochteca con sus tamemes cargados regresar a la ciudad de México Tenochtitlan, uno podía adivinar que el tiempo de la “fiesta grande de los señores” había llegado.

Entre los puestos de mantas de algodón y grana cochinilla se podían encontrar los de esclavos: hombres y mujeres que perdían su libertad por distintos motivos, entre ellos quedarse sin nada qué comer, así que se vendían por comida. Y acudían a ellos los comerciantes que querían festejar sus éxitos con un sacrificio en honor al patrón de su clase.

Al esclavo le procuraban con buena comida y bebida, acorde a los gustos de esa clase acomodada: se les vestía con ropa de tejido fino de algodón y se le obsequiaban joyas. Su muerte en la piedra de sacrificio lo convertía en el vehículo para llevar esas ofrendas a Quetzalcóatl. En estas fiestas se bailaba en el templo y en las casas del barrio de los comerciantes. Muchachas y muchachos danzaban presumiendo su belleza, riqueza y juventud. Ellas se arreglaban con guirnaldas de pequeños girasoles engarzados y al final del baile las colgaban por lo alto, así que los chavos competían por alcanzarlas para canjearlas por besos y quizás citas románticas con las chavas. El premio alcanzaba solo para los primeros cuatro en lograr la hazaña de la guirnalda. Así como cuatro eran los sacrificados en honor a los cuatro rumbos del universo. Aunque de manera individual los comerciantes organizaban sus propias fiestas privadas donde siempre debían ofrecer la sangre divina.

Los gobernantes hacían sus propios sacrificios en honor al poderoso Tezcatlipoca, el que daba y quitaba sin miramientos. Y para honrar al ejército, en los barrios de la ciudad se organizaban unos banquetes en honor a los guerreros viejos, quienes acudían con parientes y amigos a ser agasajados por los productores de hortalizas frescas de las chinampas de Xochimilco y Chalco que tenían a su cargo estas grandes comilonas con todos los ingredientes frescos y abundantes de sus parcelas, con los que preparaban tamales de legumbres que eran disfrutados por los viejos soldados.

El sacrificio humano era un acto suntuoso que solo se permitían los más encumbrados. No solo se debía pagar por el esclavo, sino por las ofrendas y la parafernalia religiosa que sostenía a los sacerdotes del culto. Ofrecer este sacrificio generaba buena fama y reputación; daba de qué hablar entre ricos y poderosos. Y con el cuerpo ya muerto y desgajado el corazón del pecho, también se hacían tamales para repartir en esas fiestas de postín, y lo degustaban como carne divina.

¿Qué nos podría decir el dios de la serpiente emplumada al ver aquello? “Veo a mis macehuales esforzarse. Ellos compiten por ser los mejores, pues quieren ser reconocidos. Y ahí están mostrando su fuerza en la “gran fiesta de los señores”. Nos hacen fiesta a Tezcatlipoca y a mi, Quetzalcóatl. Con ofrendas nos obsequian y piden nuestro favor. No solo quieren fortuna, anhelan la gloria. De su emoción nace la gracia de presumir. Una gracia que solo los hombres y algunos animales tienen. Ahí está el guajolote que tensa sus plumas para mostrar su valía o el perro que ladra a los desconocidos por pisar su tierra. Con tres colores festejan los mexicanos. Se presumen entre los pueblos grandes de toda la tierra. Y yo dejo que de su corazón brote cual yoloxóchitl, cual flor del corazón el nombre sagrado de las tres sílabas: ¡Mé-xi-co! Y retiemble en sus antros la tierra. ¡Qué presumidos son mis mexicanos! Y yo los consiento porque me hacen gracia”.

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