sábado 11 mayo, 2024
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«TENGO ALGO QUE DECIRTE» La Diva

 

Lo bueno del tercer semestre en la facultad es que no sólo puedes escoger los materias y horarios, sino también los maestros que te recomiendan los amigos que tienes después del primer año universitario. Ya sabes quién de ellos es el “trasatlántico” (el que te pasará con 10 sin hacer nada) o el “cañón” (el que por más que te esfuerces, el máximo de calificación que recibirás será un 6 o 7). De vez en cuando te recomiendan a ese maestro que todos quieren porque es muy bueno en la materia y que no es barco ni duro… Fue así como llegué a pedirle la firma de aceptación en su grupo. El salón se llenó con más de 100 alumnos que se sentaban donde podían. Había que llegar temprano para tener asiento.

Él no era guapo. Su atractivo era esa soberbia buena onda joven alivianado, pero exigente y su forma de hablar hacía que todos se enamoraran de él. No recuerdo cómo fue que me invitó a salir. Las citas se repitieron para tomar café o whiskey y hablar. Después de un tiempo, consideré que era mi amigo, pues no me movía el tapete en lo más mínimo.

Una tarde quedamos de vernos en su cubículo. Esperaba sentada junto a su escritorio a que terminará de empacar su bolso portafolio de piel vieja cuando de repente, abren y azotan la puerta para cerrarla bien. Apareció su ayudante de profesor, un hombre chaparrito, gordito y simpático.

“¿Pero qué te pasa? ¿Por qué azotas la puerta así? ¿Estás bien?”

“No. No estoy bien”. Caminaba tres pasos hacia adelante y otros hacia atrás como si su recorrido le permitiera buscar las palabras precisas dentro de un jadeo peculiar y lágrimas aguantadas en la garganta… “es que… es que… no me explico ¿por qué… por qué no le has dicho… por qué no le has dicho nada a ella… ? Ella que es tan linda… no te entiendo… ¿por qué me haces esto?”

Ante mi sorpresa y cara de mil preguntas recuerdo cómo él le repitió: “¿De qué hablas? ¿Cómo sé que lo que estás diciendo te lo estás inventando para perjudicarme?”

Ese fue el poco diálogo que escuché pues me levanté de mi silla y me despedí de ambos pidiéndoles que hablaran con calma.

Me llamó por la noche a casa pues no existían los celulares, para darme una explicación no solicitada, negando rotundamente tener algo que ver con su ayudante, calificándolo como un loco que no sabe lo que dice y pidiéndome que no dijera nada de lo sucedido pues podía echar a perder su carrera profesional y política.

Al día siguiente, en la explanada donde todos los alumnos se saludan me encontré con “La Diva”, un compañero que frecuentaba todos los fines de semana el famoso Bar 9, al que alguna vez fui con un grupo de amigos como experimentación sociológica y en el que me sorprendió compartir el espejo del baño con mujeres guapísimas que hablaban con tono de voz muy grave.

No pude resistirme a hablar con él, pues me sentía muy sacada de onda. Nos sentamos en una banquita y le conté lo sucedido para pedir su experta opinión. Al terminar, sonrió y me dijo claramente: “¡Ay mana! Nosotros no hacemos un drama pasional como ese si no nos han dado entrada antes…” Mi silencio fue respuesta a lo que siguió. A partir de ese día, él salía corriendo después de clases y no volvió a cruzar la vista ni palabra conmigo. Él lo decidió así cuando para mí era un buen amigo al que no quería perder. Terminé el semestre y no lo volví a ver.

Cinco años más tarde, me lo encontré trabajando en un partido político. Finalmente le había apostado a eso dejando la academia atrás. En ese encuentro casual y rápido, lo primero que me dijo fue que tenía fecha de boda en un mes. Lo felicité y se fue nervioso porque tenía mil cosas que hacer. Al dar la vuelta, escuché como sus compañeros “amigos” de partido se cuestionaban si debían desenmascararlo y sacarlo del clóset ante la novia para que ella tomara una decisión acertada ante su compromiso. Reían. No supe si eran risas nerviosas, burlonas o de susto, pero cualquiera de ellas me incomodaba. Sus intereses había que respetarlos. Nunca supe si se casó y si su sueño político como hombre de familia se logró.

 

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