lunes 29 abril, 2024
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COLUMNAS COLUMNA INVITADA

«HIPERREALISMO FEMENINO» Falda o pantalón

 

Las indicaciones de la escuela eran claras: falda tableada a la rodilla, calcetas  largas que cubrieran las piernas justo hasta la altura de la falda obligada; el peinado impecable y el moño indispensable –obviamente el largo del cabello tendría que ser el adecuado para hacer posible el peinado– y prohibidísimo el uso de maquillaje. Así la lista de obligaciones que implícitamente expresan algunas de las opresiones de las que las mujeres somos objeto desde temprana edad.

Por un lado la falda, esa prenda que condiciona desde la infancia a jugar un rol de feminidad del que pareciera que no se puede escapar, es precisamente un requisito diferenciador que exige roles específicos de fragilidad y belleza. Al mismo tiempo, es una limitante de destreza y movimiento que nos rezagaba a sólo observar cómo los compañeros varones realizaban actividades físicas sin preocuparse por nada –recuerdo haber usado durante toda mi vida escolar, un short debajo de la falda– mientras en nosotras se inauguraba la angustia que conlleva tener que ser “femeninas”.

Ese mandato materializado en el uso obligatorio de la falda, nos orillaba a tener cuidado al sentarnos; a ocupar menos espacio físico al no poder separar las piernas con libertad; o incluso a no poder relajarnos a nuestras anchas durante los periodos de receso. Además, en la etapa de la secundaria, cuando iniciaba nuestro periodo menstrual, aquello se volvía una mala suerte de tortura: había que sumarle a todo lo anterior la terrible inseguridad de que no tuviéramos un “accidente” para que nadie notara por lo que pasábamos. Comenzaba la “vergüenza” aparentemente inherente al género que nos nombraba.

Luego venía el peinado estrictamente “de mujercita”, es decir, perfectamente peinado y sujetado con un adorno –casi siempre un moño– que cumpliera con esa intención explícita de “lucir bonitas”.

Contradictoriamente llegaba la prohibición del uso de maquillaje y accesorios, ¿acaso la intención no era feminizar los cuerpos de las niñas y adolescentes? Claro, éramos niñas no mujeres (entiéndase el sarcasmo). La que se atreviera sería acreedora primero a la humillación pública y después a algún tipo de sanción. Cualquier parecido con el constante cuestionamiento que las mujeres enfrentamos en torno a la sexualización de la imagen, no es coincidencia: por un lado la exigencia cultural de performar lo femenino, y simultáneamente en determinadas situaciones, ser acreedoras al prejuicio y hasta a la criminalización por el mismo motivo. Si de contradicciones se trata, los estereotipos de género se pintan solos, son artificios que se refuerzan a través de su propia negación.

De esta manera, estos condicionamientos basados en estereotipos de género, coartan libertades que impactan en la construcción de la identidad y desarrollo de la personalidad de las niñas. Trazan rutas invisibles que abren paso y legitiman sesgos y desigualdades sociales.

De ahí la importancia de la reciente decisión de la jefa de Gobierno de la CDMX, de implementar el uniforme escolar neutro, en el que niños y niñas podrán elegir entre usar falda o pantalón para portar el uniforme establecido. Ya entrados en la propuesta, podríamos pensar en modificar otros sesgos de la educación como la división de talleres, actividades artísticas y académicas que todavía son dictados como “adecuados” en función del género.

Sin embargo queda el verdadero reto al aire: ¿se sumarán los padres y madres de familia, los maestros y maestras a estas medidas para la modificación de los estereotipos de género?

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