México es desde siempre testigo de la dualidad cósmica que le da forma a las pulsiones naturales que se encauzan en su vida social. Éstas ocurren en el transcurrir del tiempo que los dioses decidieron para los hombres de Anáhuac.
Acorde al calendario antiguo, la segunda veintena coincidía con los días del equinoccio de primavera, después de que el calorcito alegraba los árboles florecientes y los corazones de los hombres. Pero también mostraba su otro rostro: el del calor implacable que seca la faz de la tierra y que quema la hierba seca que tiempo atrás pulsó con la vida en su fulgurante verdor.
De esta forma la fuerza del fuego se expresa a través del calor imponente del sol y quizás por ello, los campesinos mexicanos acostumbran a rozar sus campos en este tiempo del año. Pues reconocen en el ambiente una energía abrasiva que ayuda a la combustión. Basta encender algún matorral seco con una astilla de ocote ardiendo para ver al fuego crecer poco a poco hasta engrandecerse, avivado por los vientos sorpresivos que hacen danzar las llamas hacia todos los rumbos del universo. Así, este baile seductor de luminosidad amarillenta va consumiendo los restos de la vida que pasa. Y esta fatalidad es como una premonición para los hombres, que ven en la hoguera el poder divino que trunca oportunidades para la existencia pacífica y cordial con la naturaleza. Si es la voluntad de los dioses sorprender a los hombres para dar lección, el fuego se descontrola y arrasa con todo, ante el estupor de los presentes que se convierten en testigo del poder superior del fuego y sus divinidades, que escapan al control de sus manos y que se muestra con su verdadera furia.
El horror y la culpa por la torpeza fatal carcomen el alma de los presentes: “¿Qué hemos hecho?” se preguntan, deseando su propia muerte en esos momentos. Pero a la par de esas emociones y la angustia por sobrevivir al fuego desbordado, ocurre que el humo de las llamas aturde y embriaga las mentes de los aprendices de brujo, quienes entre el inhalar y exhalar penetran lentamente en otra realidad en donde el dios del espejo humeante, el que da y quita, los espera para decirles una verdad.
¿Qué le dice el dios de la guerra a ese hombre que lo ha incendiado todo y ha probado el poder destructivo y violento? “¡Eres un pendejo! ¡Mira lo que has hecho! Se ve que no sabes nada. Estás bien wey. ¡Agarras fuego y lo quemas todo! ¡Mírate con tu cara de idiota! No puedes ir así por la vida. A ver ¿Qué aprendiste? La naturaleza es así. Más vale que aprendas a ser cabrón porque si no te lleva la chingada. Llegas con tu llama y lo quemas todo. Y crees que esto es como un anafre de tu casa donde ponen el comal pero ¡Ni madres! Aquí no están tu mamá y tu abuela para soplarle a la llama ni para echarle agua si se pone perro el pedo. Así que agarra la onda: o eres de los que se queman o de los que incendian. Porque en la vida se necesitan de los dos, y el muerto se va pa´l hoyo y el vivo se come el pollo. ¡Decídele!”
El flujo de la vida se nutre no solo de la alegría sino también de la violencia que es capaz de destruirlo todo. En la naturaleza y en el corazón del hombre habitan las fuerzas de la vida y la muerte. Los dioses declaran: “¡Oh faz de la tierra seca, perece! ¡Muere! Deja que el filo de obsidiana corte tu piel llagada, ampulada, irritada, quemada… Que la sangre se derrame mientras tu manto se desprende de tus músculos cansados y tus huesos blancos. Que con paciencia la piel sea removida de tus brazos, que de tu pecho y tu vientre se asomen tu corazón y tu estómago con los lazos de tu intestino. También las piernas y la espalda. Que quedes descarnado y descubierto en tus entrañas ahora muertas. Y que el menesteroso vista tu piel y mendigue su comida entre los hombres, para que ninguno olvide que lo que se tiene también se pierde. Que aquel que da, también es el que quita y ese soy yo, Tezcatlipoca, astro y sino.
“¿Cómo enseñar a los macehuales, a los hombres, el violento poder de mi ser? Soy yo el que trae el calor y la destrucción de la tierra. El que inicia la batalla sagrada contra el poder frío y húmedo del agua y la tierra. Soy el fuerte, el cabrón, el chingón, el que agandalla, el que arrasa y mata, el que chinga, el que jode, el que se come los corazones de los otros, el que exige sacrificio.
“Y pido sacrificio, pido honra. No necesito amor, no necesito devoción, solo quiero miedo y honores. Pero los corazones de los macehuales son como las piedras contrahechas, algunas chicas, otras grandes, duras, deleznables… Así que me muestro, me enseño una y otra vez para que recuerden: conmigo solo puede haber honor o miedo. Y cada corazón decide lo que quiere entregarme.”
¿Será que después de la Conquista se extinguió el violento gusto de comernos los unos a los otros? ¿Desapareció la violencia de los guerreros del sol que emulaban al dios del sol que quema y destruye, que da y quita? ¡Desde luego que no! Pues los guerreros que llegaron allende el mar del oriente aprendieron muy pronto a tragarse a los otros, a chingarse a los demás.
En el complejo entramado de nuestra cultura siempre destaca el culto al chingón, al favorito de Tezcatlipoca. Al que agandalla y no batalla. Ese poderoso guerrero que alimenta nuestro miedo a la calamidad, pero que también nos indigna y nos admira. ¡Ah si tuviéramos su poder, su chingonería! ¿Será que en México no podemos vivir sin uno o más chingones?