viernes 03 mayo, 2024
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«EL RELATO»: A correr

 

Se sentó en la mecedora, frente al televisor y se quedó mirando los dramas, ajena a los propios.

Sonreía a pesar de que Nadia, la protagonista de la telenovela, acababa de ser arrestada. Era una injusticia, y así lo hubiera dicho en voz alta si no fuera porque estaba en otro mundo, reproduciendo en su mente lo ocurrido esa mañana.

Era un hombre alto, de ojos azules, robusto, apiñonado, de barba y cabello cano, calculó que tendrían la misma edad. Nunca lo había visto en el parque, quizá era nuevo en la colonia. Ella iba a diario. Conocía a todos, aunque no les hablara: la hija de Meche, la de la calle Azucenas; el dueño de la cafetería frente al parque; Susanita, la del edificio de enfrente… mientras corría, levantaba la mano a modo de saludo para cada uno de ellos y continuaba hasta completar cuatro kilómetros, que cada vez más le parecían veinte. Terminaba con la lengua de fuera y así fue como lo conoció, como si fuera un perro sediento que no encuentra el recipiente con agua. Miraba hacia abajo cuando chocó de frente contra el nuevo corredor.

-Ay, perdóneme, por favor- se disculpó, aunque era ella quien por poco caía al suelo con el encontronazo. Recuperó el equilibrio y cuando lo vio y descubrió la guapura del hombre, enrojeció, se puso nerviosa y se enojó con ella misma por tarada.

-No se preocupe, yo iba distraído y tampoco la vi venir. Más bien, discúlpeme a mí, por poco la tiro, ¿está usted bien?-preguntó con cortesía.

-Sí, sí, gracias, gracias-y quiso huir porque imaginó que él la estaría viendo con el pelo hecho un desastre, sudorosa y lo peor, nerviosa. Además, tenía sed, así que ojalá el guapo apareciera otro día y más temprano para que la viera corriendo, fresca y segura de sí, como en los comerciales-Mucho gusto-dijo a modo de despedida.

-Igualmente… Santiago Quiroz y ¿usted?

-Natalia-respondió cada vez más nerviosa-Bueno, me voy-dijo sonriendo y apresuró el paso.

“Pero, qué guapo hombre”, se repitió todo el camino hasta llegar a su casa, a sólo tres cuadras de ahí.

Luego los quehaceres, bañarse rápidamente como si todavía tuviera que atender a los hijos que hacía años que se habían ido de casa, ir y venir del banco, el mercado.

La preparación de la comida marcaba el inicio de la tristeza. ¿Para quién guisar? Tanto tiempo sola. Preparó un sándwich. No extrañaba a un hombre. De esa desilusión se liberó cuando los niños todavía eran pequeños y si bien tardó mucho tiempo en apaciguar la rabia, la tristeza de los planes fallidos la acompañó siempre. Pero con tres menores no había mucho tiempo para caer en depresión, así que fue hasta que crecieron y cada uno tomó su rumbo que se dio el lujo de la desesperanza. Al principio lloraba tarde y noche, ya ni sabía por qué, pero las lágrimas corrían como si recién hubiera descubierto al infiel. Después se aburrió de llorar y aunque intentó salir e integrarse a nuevos círculos sociales, se sintió siempre extraña, como sin pertenecer a ninguna parte. Optó por quedarse en casa, resolver crucigramas, aniquilarse viendo programas y programas de televisión y estresarse cuando sus hijos anunciaban visitas con amigos.

No es que Santiago fuera el primer hombre guapo con el que se cruzó, descubrió muchos y más atractivos quizá, pero esa breve plática con él le dio paz.

-¡Ahora resulta!-se burló de sí misma-pero qué payasadas estoy pensando.

Esto ya lo dijo mientras cenaba una concha sopeada en chocolate, antes de dormirse, viendo sin ver el noticiero nocturno. Asaltos y fraudes. Ella sonreía.

-Bueno, pero ¿qué me pasa? Como si lo fuera a volver a ver-se regañó mientras se quitaba el rímel, restregándose los ojos verdes de furia.

A la mañana siguiente, para castigarse y acabar de una vez con esas estupideces, escogió los pants más viejos que tenía para correr y nada más llegó al parque arrancó a toda velocidad, como para ver si en el camino dejaba a los demonios. A los dos kilómetros se le acabó el aire y tuvo que parar porque la tos de fumadora no la dejó continuar.

-Vaya, hasta que se detiene-dijo casi sin aliento Santiago y frenó el trote ya frente a ella-¿está usted entrenando para una carrera?

No pudo contener la carcajada. Maldita sea, estaba contenta. El corazón le latía con fuerza, por el tremendo esfuerzo realizado en despistar al enemigo, el de afuera y el de adentro.

-Ja, qué va, a mi edad-lo dijo a propósito, para desanimar al contrincante. Sabía que no aparentaba su edad, así que, para no crear falsas esperanzas, declaró la rotunda verdad- A mis cincuenta y siete, no tengo muchas oportunidades.

-¿Qué dice? ¿No ha oído hablar de Harriet Thompson? Fue una mujer que a los noventa y un años corrió un maratón. Extraordinaria, ¿no? Usted es muy joven, puede hacer cualquier cosa que desee.

-Correr no, ya ve, apenas dos kilómetros y me estoy muriendo, como una anciana.

-No se subestime. Yo tengo sesenta años, ¿me va a decir que soy un anciano?

-No, cómo cree, usted se ve muy bien-sintió la cara encendida de vergüenza. ¿Qué estaba diciendo?

-Gracias, usted también se ve muy bien-dijo él apresuradamente, como si hubiera estado esperando el momento oportuno para el halago.

-Bueno, jovencito-bromeó ella-me voy.

-¿Por qué la prisa? Hoy no hizo sus cuatro kilómetros, así que tiene tiempo…

-¿Cómo sabe usted que corro cuatro kilómetros?

-Porque la he visto muchas veces.

Palideció. Había tantos asaltantes, guapos sí, pero al fin y al cabo delincuentes.

-No se asuste, hace apenas un año que me mudé a la colonia. Vivo ahí, mire-y señaló un edificio nuevo que construyeron frente al parque-en el quinto piso. Soy historiador, trabajo para la Universidad, pero tengo mi despacho frente a la ventana, así que miro mucho hacia el parque. Siempre la veo. Lo que sí es nuevo para mí es correr. El doctor me recomendó que hiciera un poco de ejercicio y aquí me tiene, tratando de alcanzar a mi vecina-sonrió con las mejillas todavía rosadas por la carrera.

Natalia suavizó la mirada.

-Ande, le invito un jugo.

Y cuando recuperó la consciencia, se vio ahí, sentada como señora rica en la cafetería frente al parque, con un desconocido. Sólo él platicó y ella escuchó. Primero, una simpática historia de unos plantíos cafetaleros en Veracruz; de la reproducción de Van Gogh que colgaba en uno de los muros del lugar; habló de él: viudo, dos hijos viviendo en el extranjero, libros, soledad, “el alivio de una verde mirada”, dijo mientras la veía buenamente.

Natalia lloró apenas entró a su casa. Qué grande era la vida. Cuántas cosas por descubrir, por aprender. Le dio tristeza verse. ¿Cómo era posible que hubiera perdido tanto tiempo dándole vueltas a un muerto? Y no se refería a su divorcio, sino a ella misma, a ese plan de vida que ni siquiera recordaba haber elegido. De inmediato se sintió culpable por pensar eso cuando recordó a sus hijos. Mala mujer. No es que no los quisiera, los adoraba, pero ¿y? Luego del fracaso con el hombre, les dedicó su vida entera, los vio crecer y a ella disminuirse cada vez más.

El timbre la sacó de su ensimismamiento.

-Disculpe, Natalia, es que me quedé pensando que tal vez le gustaría acompañarme al museo por la tarde. Están dando una muy buena exposición de un pintor francés a quien admiro y nada me complacería más que compartirlo con usted.

Era Santiago, todavía en pants. Lo miró con ternura y estuvo a punto de decir que no cuando él se adelantó:

-Paso por usted a las cinco, si le parece. Así que mejor me apuro. Hasta pronto.

Y se fue.

¿Por qué no? Puso su disco favorito, regó las plantas, canturreó y empezó a animarse. Se sentó sobre la cama frente al clóset con las puertas abiertas, analizando qué se pondría. Después de sacar varias combinaciones de falda con blusa, pantalón y saco, vestidos, “todo está tan viejo”, eligió un pantalón gris y una blusa verde de seda que uno de sus hijos le regaló dos años antes y que no había estrenado.

Tomó un baño con calma, se puso los tubos, vagó por la casa, acarició a su gato. “¡Las 4!”. Corrió al baño, se peinó y maquilló mientras fumaba, nerviosa. Por último, el perfume y se miró en el espejo de cuerpo entero. No estaba mal. La señora del reflejo le sonrió y se sintió confundida. Esa no era ella.

“¿A quién quieres engañar? ¿Qué vas a platicar con él si apenas y terminaste la secundaria? A la media hora va a descubrir que eres una ignorante”.

El timbre sonó.

“Sólo sabes hablar de jitomates y de ofertas”.

-Bueno, soy muy rápida resolviendo crucigramas-intentó defenderse la de enfrente con voz temblorosa, pero no obtuvo más que una burlona sonrisa chueca. La expresión de la señora empezó a contraerse. Tomó su bolsa.

“La verdad es que no sabes hacer nada más que trapear y guisar. Primero estudia y luego haces esas payasadas de citas a tus casi sesenta años”.

El timbre, otra vez.

La señora de mirada alegre se esfumó y Natalia se reconoció por fin. El ceño fruncido, los ojos acuosos, la piel marchita.

A paso lento caminó hacia la salita de televisión. Se quedó pensando en nada. Se sentó en la mecedora con el timbre sonando de fondo, retorciéndose las manos que sudaban, dejando correr las lágrimas de negra desesperanza. Se meció y meció y no supo en qué momento dejó de sonar el timbre y se quedó a oscuras.

 

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