Hace exactamente una década, México vivió la crisis más severa de la influenza humana. Todos supimos del virus AH1N1 y sus consecuencias: intenso dolor de cabeza, temperatura, dolor detrás de los ojos y en articulaciones. Nos conscientizamos de la vital importancia de un tratamiento médico oportuno, así como la prevención mediante una vacuna antiviral.
México en aquel entonces no sabía cómo enfrentar al virus de la influenza, así que se ordenó la suspensión de clases; el comercio y el turismo sufrieron un duro revés. Las pérdidas económicas se estimaron en 57 mil millones de pesos, en tan solo algunas semanas.
Sin embargo, el padecimiento invernal que acaban de sufrir los mexicanos –especialmente los habitantes de entidades como Jalisco, Guanajuato, Michoacán, Querétaro, Hidalgo y Estado de México- con el desabasto de gasolina, trajo una pandemia a toda la población: cambio drástico de humor, dolor de cabeza, malestares que comenzaban en la región gástrica y repercutían a todo el cuerpo, insomnio (algunos pasaron hasta tres días sin dormir) pero sobre todo un dolor en el pecho, ocasionado por una mezcla de incertidumbre y desesperanza.
Toda la familia enfermó de repente, el papá pasaba varias horas fuera de casa recorriendo las calles para encontrar una gasolinería abierta. Llegaba a casa indignado, preocupado, extenuado de la peregrinación, y lo peor, sin conseguir el ansiado líquido. La mamá sin saber si habría dinero para sufragar los gastos alimenticios de la semana, pues el dinero para llenar el tanque de combustible era prioridad. Los niños quedaron a expensas de que el coche tuviera gasolina para poder ir a la escuela al día siguiente.
En Guadalajara, los automovilistas invertían medio día o hasta tres días haciendo fila en una gasolinera cerrada. Apocalípticas esas imágenes de gritos y riñas entre la gente que peleaba con uñas y dientes su oportunidad de llegar hasta la bomba de gasolina y surtir el combustible para el auto. Qué decir de automovilistas aplaudiendo el arribo de una pipa con combustible, o de músicos tocando en una gasolinera para entretener y tranquilizar al pueblo.
En las calles, desesperante contrariedad, padeciendo escasez de combustible y simultáneamente un desquiciado tráfico vehicular por las interminables filas de vehículos a kilómetros de distancia del expendio de gasolina.
Los comerciantes reportan una caída en sus ventas hasta 58 por ciento. Inconcebible, en pleno día de pago de quincena, centenares de gasolineras cerradas, restaurantes y comercios vacíos. Inventarios de productos en múltiples empresas agotados o a punto de hacerlo. Tres semanas han transcurrido en crisis del energético y ni siquiera acaba el recuento de las pérdidas económicas, pero las afectaciones masacran a todos los hogares mexicanos, tengan o no automóvil; hay una escalada en los precios de los alimentos: el chile, la calabaza, el jitomate, el plátano han duplicado su costo. Es innegable la desaceleración económica.
Lo más doloroso es que comenzamos a contar los muertos, casi un centenar, calcinados. El mini-huachicoleo fue mortal, lamentablemente muchos de ellos eran niños. También dolorosa es la incertidumbre de casi todo un país. Nadie sabe cuándo terminará el desabasto de gasolina, tampoco cuánto durará la impunidad. De golpe, los mexicanos comprendieron que una decisión gubernamental, con argumento loable o no, hace pagar al pueblo. Ese pueblo que creció con el cuento de que México tenía riqueza petrolífera.
Quizás se abran pronto los ductos o se logre una distribución eficaz de gasolinas, pero aquí enfrentamos ya un padecimiento peor que la influenza porque además de luto, deja como marca la profunda desconfianza que una crisis similar puede volver a suceder en cualquier momento. Y esa incertidumbre, también mata.