María se destapaba y Antonio, con cuidado y cariño, la volvía a tapar. Así se la pasaron buena parte de la madrugada hasta que ella encendió la luz, se sentó y se recargó sobre la cabecera con los brazos cruzados, furiosa.
Antonio se despertó asustado por la luz repentina. Era muy nervioso. No supo qué pasaba. No abrió los ojos de inmediato. A ciegas buscó el bat que acostumbraba dejar sobre el piso, de su lado, para casos de emergencia. Sin pensarlo, lanzó varios golpes al aire hasta que algo sujetó su arma. Era su mujer. Con el cerebro adormecido, la miró y soltó el bat. La boca fruncida, los amados ojos verdes fijos en la nada, hacia el frente. Supo de inmediato lo que venía: pleito.
Lo que no sabía era si meterse de nuevo bajo las sábanas o sentarse también, paciente, a esperar la primera palabra. Cualquier opción desataría la furia. Era cuestión de ver qué era más rápido, unos cuantos gritos y luego, otra vez a dormir. Estaba tan cansado.
Optó por quedarse sentado, inmóvil.
Silencio.
Fue un bostezo inoportuno lo que desencadenó la discusión, luego de diez largos, eternos minutos.
-¿Muy cansado?-preguntó ella con la mandíbula tensa.
-Sí, bueno, no, no mucho-suavizó él, queriendo ser amable para ver si podía aligerar el ambiente.
-¡Pues yo sí!-explotó ella, aventó las cobijas al suelo y empezó a dar vueltas por la recámara con pasos cortos y rápidos.
Antonio la miró sorprendido. Tembló de frío, pero no se atrevió a recoger las cobijas. Era mejor permanecer quieto. Cuando contó la quinta vuelta, calculando que ella, como él, estaría harta de deambular sin sentido, se aclaró la garganta tímidamente:
-Amor, muñequita-dijo a la mujer de cabello revuelto, convertida en toro que resopla hinchando la nariz, los ojos hundidos-ven a acostarte y verás que casi sin notarlo, te quedas dormida. Aquí te acurruco.
-¡Eso, bravo!, y así me sigues ahogando de calor como has hecho toda la noche. ¿No entiendes que eres tú el que no me deja dormir?
-¿Yo?-preguntó azorado-pero si estaba dormido.
-Sí, muy dormido, pero apenas me destapo para que entre aire fresco, ¡me vuelves a tapar!
-Reina-dijo ya con un poco más de dureza-estamos a dos grados, te va a dar pulmonía.
-Deja de tratarme como a una niña. Si me muero es mi problema, ¡tengo calor!
No quiso responder que eso que sentía se llamaba menopausia; se lo tomaría a ofensa, empezaría de nuevo con la cantaleta de que ella ya sabía que era “vieja”, que él más y el llanto incontrolable.
Optó por una salida política:
-Y, ¿el abanico que te regalé?
De tres zancadas, María llegó hasta su buró, abrió el cajón y le lanzó el abanico a la cara.
-¡Toma! Esa cosa no sirve de nada. Ni modo que esté toda la noche moviendo eso, no seas bruto.
Antonio sintió la sangre subir hasta la cabeza. Respiró profundo. Prefirió ignorarla y se quedó callado, intentando arreglar el abanico que, en el aventón, se desarmó.
-¿No vas a decir nada?-insistió ella, le arrebató las piezas de su regalo y sin esperar respuesta salió ya llorando de la recámara.
Salió al patio y se sentó en la mecedora. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué tanta tristeza? Incertidumbre. No sabía responderse. Sólo sabía que ya no se sentía la misma. No quería justificar el cambio solo en cuestiones hormonales. ¿Su vida con Antonio? No era el hombre más avispado y oportuno, pero siempre fue amoroso y alegre. ¿Y ella? Siempre insegura, siempre dudando.
Casi sin notarlo se ocupó en destrabar las varillas del abanico, intentando no romper la tela. Sonrió un poco. A esa parte se le llamaba “paisaje”. El que Antonio eligió para ella era “mágico”, es decir, reversible, hecho en seda y pintado a mano. De un lado, en tonos azules, morados y rosas, se abría un horizonte en el mar de un azul profundo y al fondo se observaba una barca pequeña en la que las sombras de dos personas a bordo se encontraban sentadas, una frente a otra.
Se vio ahí con él, jugando a las promesas, irremediablemente juntos en ese pequeño espacio rodeado de nada en tonos azules, flotando como un milagro a kilómetros de tierra firme.
¿Por qué insistía en poner los pies en puerto? ¿Por qué no permanecer ahí al ritmo caprichoso de las olas, a veces suaves, a veces violentas? ¿Cuándo acabaría esa búsqueda obsesiva de seguridad, por cierto, origen -muchos años atrás- de su actual destino?
El viento frío se coló por debajo de la larga playera con la que solía dormir. Notó que ya no había luz en la recámara.
Dio vuelta al abanico y volvió a descubrir esa lluvia de flores, de tamaños, formas y colores distintos, sobre fondo violáceo, que, había leído, era el color con el que los psiquiatras tranquilizaban a los pacientes con problemas nerviosos. Sonrió con mayor soltura. Se quedó mirando y casi pudo aspirar el perfume de las flores como anuncio de nuevos días.
-La menopausia-se burló de sí misma en voz alta, todavía mirando el paisaje alegre, lleno de colorido y, sin embargo, sereno.
Aspiró profundo, tomando el aire que desprendía el artefacto al ser agitado. Sonrió ya francamente aliviada.
Luego, una risa discreta se le escapó al recordar la escena ante su marido. Besó el abanico como si fuera la boca de ese que dormía en el piso de arriba. Tiritó de frío y regresó corriendo sin que sus pies desnudos hicieran ruido alguno.
Apenas el chirrido de la cama, tan antigua como su ilusión, se escuchó y luego el golpe seco del bat sobre el abanico, tatuando para siempre el paisaje en el corazón.